viernes, 14 de octubre de 2016

Mi calle

Me pregunto qué clase de relación mantendré con la Barceloneta cuando mi yaya no esté; cuando, perdido el vínculo primordial con el barrio, nada me obligue a transitarlo. Hoy calculaba a ojo la distancia entre la antigua barbería de mi abuelo y la bodega de Fermín, adonde mi abuela me enviaba por gaseosa. Debe de haber unos veinte metros, pero a mí siempre me parecieron varios mundos. De crío, salía del portal y me detenía en el bar contiguo a la barbería de mi abuelo, por si Joaquín, el hijo de la cocinera, andaba por allí. Dentro la humareda, el serrín, el millón, la fritanga, la sepia con ajo y perejil... La terraza era más señorial; cuando menos, no tan bullanguera. Hoy es imposible atravesar ese tramo sin toparse con diez, quince, veinte turistas. No recuerdo que entonces hubiese turistas en los bares, y menos aún en ése, del que no se conocía ninguna especialidad, ningún rasgo de carácter más allá del griterío. De cuando en cuando, alguna familia barcelonesa (esto es, de fuera de la Barceloneta) atendía el reclamo de la paella pintarrajeada en el vidrio. Por lo que me contaba mi abuelo, los atracos solían ser de antología, y es que la cercanía del mar siempre ha tendido a incitar la estafa: la tradicional picaresca de los barrios portuarios, que florecen a golpe de trueque, cambalache y trapicheo. La bodega de Fermín era (es) contigua al bar, pero la entrada estaba al doblar la esquina, ya en la calle San Carlos. Hasta llegar a ella no había más que el muro exterior, extrañamente ciego, de la bodega, cuya pared repintaba Fermín de cuando en cuando, lo que producía una reacción en cadena en el resto de los tenderos, incluido mi abuelo, que al saberse señalados por la mugre repintaban también su fachada. Ah, el gozo que daba la calle con las paredes rezumando titanlux y, junto a cada saliente, un reguero de azufre. El gozo que, en general, procuraba lo tóxico. Le pregunto a mi abuela qué sabe de Fermín y me dice que, muy probablemente, haya muerto. Recuerda entonces el día en que su ayudante, un muchacho retrasado, fue al bar por un café con leche y, de regreso a la bodega, con el caminar en el alambre y el vaso en tembladera, mi abuelo le espetó:
-¡Bébetelo tú, chiquillo, que a Fermín no le llega ni una gota!
"Lo que nos reímos tu abuelo y yo", me dice. Y creo que es la primera vez en mi vida que la oigo aludir a ese 'nosotros'.
Con la noche en ciernes, recontamos los comercios que había en la calle cuando yo era niño, y que en estos años han ido echando el cierre: el puesto de helados de Paco, la zapatería Escarré, la librería de Ginés y Mercedes, la bodega de Sebastián, la tienda de electrodomésticos y discos a la que llamábamos 'Arradios' (sin ironía ninguna), la tienda de confección de la Mari (el único comercio textil multimarca de gama media-alta que jamás ha habido en el barrio), la tienda de pajarillos de la esquina (era costumbre que en los balcones y ventanucos hubiera periquitos, canarios, jilgueros) el vivero de peces y mariscos donde pasé tantísimas tardes observando las langostas, la barbería de mi abuelo... Tan sólo quedan el banco, los tres bares (que han sido objeto de incontables traspasos) y la cordelería de la esquina. El paisaje que resulta es una devastación imperfecta y, por ello, aún más cruel.

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