Cuenta Óscar Tusquets en su último libro, Amables personajes, que el arquitecto José Antonio Coderch, a quien tuvo como profesor en la Escuela de Arquitectura de Barcelona, no tenía reparo en demorar la entrega de un proyecto hasta lo intolerable si, con ello, aspiraba a la excelencia, ese horizonte moral. "Nunca es tarde para modificar un proyecto", solía aleccionar el maestro, representante de una casta de airados individualistas que ya entonces se hallaba en vías de extinción. "Aunque hayamos hecho esperar a los sufridos clientes durante años para comenzarlo", inculcaba a sus alumnos, "y hayamos tardado otro año en ultimarlo, ahora que ya vienen camino del estudio para recogerlo, me doy cuenta de que se puede mejorar, mejor dicho, que es una mierda, o sea que vamos a romperlo antes de que lleguen y lo volvemos a empezar". Un fin de raza, ya digo.
Viene esto a cuento del Retrato de la familia de Juan Carlos I, de Antonio López (otro de los personajes, por cierto, al que Tusquets dedica un artículo), que ya se puede ver en el Palacio Real como parte de la muestra El retrato en las colecciones reales. De Juan de Flandes a Antonio López. La sonrisa profesional de la Reina Sofía, presto el semblante para el enésimo disparo de flash y enhiesta la figura como debió de estarla el día en que fue tomada la foto, en aquel lejano 1994; el aire desmayado de la infanta Elena, que parece cargar sobre sus hombros con el peso de la saga, pues no en vano su padre, el Rey, la rodea con el brazo derecho, en un gesto en que se confunden la severidad y el arropamiento; la infanta Cristina, diríase que a punto de irse tras ser, intuimos, la última en llegar, así en el lienzo como en la vida; el príncipe Felipe, desgajado del machito, quién sabe si oteando su reinado. Y el Rey, claro, para el que en adelante ya todo fue bajada, y cuyo rostro, aún anguloso, recuerda vagamente al de López.
Han sido 20 años de trabajo, lo que supone una noticia extraordinaria en un país, España, donde todo lleva prendido el aciago colofón del "Así ya está bien". Tan sólo una tacha, que radica precisamente en haber dado por acabada (es decir, por muerta) una recreación que sigue viva, o, por recurrir al lenguaje cinematográfico, es de final abierto. Entre otras razones, porque, como es consustancial a este artista, la obra es, aun en su agonía, un apabullante work in progress en que el fondo de pantalla trasluce algunas de las cicatrices (coquetamente escogidas, cierto) del making of.
No descarto que, como sucedió a cuenta de las exequias de Doña Cayetana, la tuna republicana haga notar su desprecio por el retrato, al cabo una exaltación de la monarquía. Fieles a su tradición, lo harán sin percatarse de que el cuadro es en verdad un postrero bajonazo: los estragos del tiempo, ya se sabe, no distinguen entre nobles y plebeyos. Posaron para un retrato familiar y hoy son la encarnación de los versos de Manrique. Una performance real.
Libertad Digital, 4 de diciembre de 2014
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