Pedro Sánchez no es de izquierdas. ¿Cómo se le podría ocurrir a nadie que un individuo como él, que ha hecho bandera de la doblez, de la ausencia de escrúpulos, pudiera emponzoñar tan límpido manantial? «Grosso modo», tal es la objeción (de conciencia) del progresismo adánico al sanchismo. En la palabrería del presidente borbotean sintagmas como «escudo social» o «gobierno de la gente», sí, pero eso no lo convierte en uno de los nuestros, vienen a decir los hacedores del bien. Así, el ex columnista de «El Mundo» Pedro Cuartango (ah, aquellos artículos alfombrados de hojarasca en pleno «procés»), que se santiguó recientemente en «El Español» ante Lorena G. Maldonado: «Yo no considero a Sánchez una persona de izquierdas. Es una persona aferrada al poder. Una persona para la que el fin justifica los medios. Una persona que está dispuesta a convertir el Parlamento en un mercado persa. Por tanto, no es de izquierdas». «Por tanto», proclamaba el silogista, que ni siquiera se privó de abrochar su dictamen con el redondeo al uso: «Para mí, ser de izquierdas o de derechas significa defender principios». Aún más conmovedor fue su colofón: «Le conocí cuando estaba en la oposición, le traté mucho y teníamos buena relación personal. Me creí sus promesas de regeneración ética. Es más, te voy a decir una cosa: le voté». No cabe descartar que cuando le votó (y si fue en las generales de 2019, lo hizo en abril y en noviembre) supiera ya que se trataba del mismo Sánchez que en Google daba un alud de resultados bajo las premisas «urnas» + «cortina». Una geolocalización moral a la que luego se añadiría una moción de censura fundada en hechos no probados. Y la celebérrima coautoría de «Innovaciones de la diplomacia económica española». A ese izquierdista, en efecto, dio Cuartango su confianza porque «creyó en sus promesas de regeneración ética, y que iba a aportar un aire nuevo a la política».
Al parecer, y según he oído últimamente, tampoco la amnistía es de izquierdas. Ni la amnistía, ni subir la alambrada a los inmigrantes, ni la devolución en caliente de menores a Marruecos, ni la entrega a Marruecos del Sáhara Occidental. Cuánto me gustaría profesar una fe cuyos efectos tóxicos pudieran ser imputados, toco y me voy, a la iglesia de enfrente; estar imbuido, en fin, de la clase de certidumbre que escinde a los Ultrasur del Real Madrid, a los hamases de los gazatíes, a los sanchistas de los socialistas. Aun a ETA de los vascos, como el atribulado Ibarreche proclamó tras los atentados del 11M. ¿Vascos? ¡Acabáramos! Ni vascos ni nacionalistas ni de izquierdas; terroristas sin aditivos ni atributos, psychokillers químicamente puros que habrían abrazado (¡anecdóticamente!) el exótico ideal de convertir las Vascongadas en un fortín comunista, en una suerte de Albaniak incontaminada de placeres culpables, tipo doble cheeseburger en Lekeitio. Dígase que gentes que no parecían estrictamente imbéciles llegaron a esculpir, magnánimos, que ETA no era de izquierdas ni de derechas, gavilán o paloma.
Para quienes ambicionan un mundo feliz no hay extravío que no lleve inscrita su propia redención. Véase la corriente «woke», esa sórdida ortodoxia identitaria que, invocando el antirracismo, el antifascismo y el anticapitalismo, ha convertido las universidades en correccionales con ínfulas, en arcadias de proximidad donde quienes no se ciñen al dogma se exponen a escraches, cancelaciones y despidos. Convendrá el lector en que el «wokismo» es el último grito del ingenio izquierdista, la enésima reinvención de una ideología que sobrevivió a la caída del Muro a base de desplazar el sujeto revolucionario del proletariado industrial a Paca la Piraña. Ya no. Susan Neiman, en «Izquierda no es woke», ha trazado la frontera definitiva: «Lamentablemente, muchos de los que criticaron las celebraciones generalizadas del terror de Hamás, y los actos de antisemitismo que las acompañaron [sic], los calificaron de fracasos de la izquierda internacional. Eso es un grave error. Más bien fue un momento que demostró hasta qué punto el poscolonialismo “woke” ha abandonado todos los principios liberales o de izquierdas que necesitamos para mantenernos rectos». El problema de Neiman, obviamente, radica en el término «generalizadas», que desborda semánticamente a la criaturilla «poscolonialismo “woke”». Y ya que estamos: qué es el antisemitismo de izquierdas sino otra ilusión sensorial. La izquierda «contextualiza» el terrorismo palestino para convertirlo en una respuesta casi inexorable (poco menos que en una decantación ética) frente a lo que tilda de nazismo redivivo; la izquierda boicotea a Israel escudándose en parámetros similares a los del boicot a la Sudáfrica racista... Pero, ¿antisemita? ¿Cómo vamos a ser antisemitas, si anhelamos el fin de la opresión, si no vemos el momento de soplar la fragua que el hombre libre ha de forjar? Cómo, si tengo un amigo maricón.
¿Silencio o simpleza?
Sea como sea, no ha habido impugnación más delicada de la crítica al comunismo que la que aireó, en ese prontuario de revilladas que es el Follonero, Ana Belén, que hizo bueno aquello de que el silencio es preferible a la simpleza. En un valeroso arranque de indignación, y tras los preceptivos «me too» y «a mis 72, ¡habrase visto!, ya no me llaman para hacer de Fortunata», Ayuso se le fue de las manos como a un Bolaños de la vida. «El comunismo, en España, ¿a ti te ha hecho algo malo?». Sabíamos que la camisa de la esperanza no era blanca, sino roja; que no había razón más poderosa para la suspensión de la incredulidad que el hombre del piano y a la sombra de un león; también «Balancé» y «La muralla», canciones del verano a su pesar. Nunca en una plaza de toros se ha escuchado a la multitud susurrar, y digo bien, susurrar, una expectativa de placer tan honesta e indecente como el «sola y sin marido». Conozco cubanos exiliados que en las sobremesas cantan por Silvio Rodríguez y Pablo Milanés. Es más, soy yo, haciendo valer la coartada de que hay que separar a la obra del artista, quien los anima a ello. Coartada, digo, porque en el caso de Silvio no hay canción que no sea una absoluta bellísima barbaridad. «Iba matando canallas con su fusil de futuro», coreamos, y al punto nos indignamos porque esta chica Itziar cante «Sarri sarri». Al kilómetro sentimental le sigue el kilómetro musical.
Pero entiendo a Ana Belén. O, por decirlo en su idioma, me solidarizo con ella. ¡Soy su abajofirmante! Siquiera por las muchas veces que mi abuelo, ante las recurrentes impugnaciones del franquismo de los interviús que iba acumulando en el revistero de su barbería, me fue diciendo: «Pues a mí Franco, lo que es malo, no me hizo nada malo». Una postilla que sólo alcancé a entender cuando mi madre, viéndome sollozar por una derrota del Español, me dijo: «Pero vamos a ver, a ti el Español, ¿qué te da, eh, qué te da?».
«En cada generación hay un selecto grupo de idiotas convencidos de que el fracaso del colectivismo se debió a que no lo dirigieron ellos». Lo dejo escrito en Twitter (antiguo X) don Javier Pérez-Cepeda, para el que va, in memoriam, este artículo.