lunes, 1 de septiembre de 2014

Libro y rasguño



Hubo un tiempo en que quise ser Jaume Vallcorba. No Jorge Herralde, Beatriz de Moura o Mario Muchnik; no, a quien yo quería emular en el oficio de editor era a Jaume Vallcorba. Antes de empezar a reconocer su trazo en el aparato crítico con que envolvía los clásicos, o en el uso de guardas rojas (a juego con el remate de las cubiertas) o en el gramaje cuasi bíblico del papel; antes, en fin, de rendirme a su 'modus operandi' con el embeleso con que ciertos detectives identifican a un criminal exquisito, antes, digo, tan sólo quería ser editor. Editor sin más.

En la tentativa de ser Vallcorba, me inscribí en un curso de posgrado del que únicamente sabía que el propio Vallcorba impartía una de las sesiones. A él, nos dijo, le tildaban de exquisito como si serlo fuera un defecto, y aun llegaron a atizarle con la palabra por el procedimiento de anteponer el artículo determinado. 'El exquisito', ese retintín. Es cierto, continuó, que tengo fama de pulcro, de exigente, pero no me tengo por un caprichoso. Veréis, para mí la página de un libro es como la pantalla de un cine: un lugar en el que ha de 'proyectarse' un texto. Del mismo modo que un rasguño en la pantalla de un cine resta entidad a la película, un libro compuesto defectuosamente puede relegar al texto a un segundo plano. La misión del editor, así, es atenuar el ruido hasta convertir el libro en un objeto invisible. La elección y manejo de los tipos, el blanco roto -apenas ahuesado-, el uso de titulillos o running heads (en el lado izquierdo, el capítulo; en el derecho, la parte del capítulo), el folio centrado al pie... Nada es fruto del azar ni del capricho. La consideración de esos elementos (cuya presencia sólo incumbe al editor, pues para el lector han de ser indetectables) sirve al propósito de que el lector se centre en la tarea para la cual se le ha convocado. Es fama que los mitos, para que lo sigan siendo, han de permanecer a buen recaudo en una morada celestial. Aquella tarde, no obstante, Vallcorba salió indemne del roce.

La mayoría de las necrológicas que he ido leyendo desde el sábado glosan el esmero que el maestro ponía en su trabajo, y que trató de inocularnos durante aquella jam session en la Universidad Pompeu Fabra, de la que fue profesor hasta 2004. Sin embargo, muy pocos artículos, por no decir ninguno, han subrayado un rasgo primordial, principalísimo, de la biografía de Vallcorba: el éxito comercial. Es verdad que Carles Geli ha aludido a ello en El País al hablar de su afición por la velocidad, que le llevaría a pilotar (pilotar, sí; a Vallcorba le chiflaba el olor a caucho y alquitrán por las mañanas) un Alfa Romeo, primero, y un BMW después. Y que Malcolm Otero, en El Mundo, se ha referido de pasada a su fino paladar para los vinos y el tabaco. Bien, si hubo deportivos y exquisiteces fue porque hubo dinero, esto es, ventas a cascoporro.

De hecho, lo que ha hecho de Vallcorba una rara avis del sector editorial no es tanto la ambición intelectual de su obra cuanto el hecho de que convirtiera esa ambición en un negocio. Lo atestiguan las 7 reimpresiones de las Memorias de ultratumba de Chateaubriand (4 volúmenes en una caja, un formato, yeah, más propio de rock'n'roll stars que de literatos del XIX), las 7 de Los ensayos de Montaigne, las 3 de Vida de Samuel Johnson... No eran libros baratos: a 58 euros los dos últimos y 84 euros el primero, aunque dada la valía de los objetos tampoco puede decirse que fueran caros.

A este respecto, se ha dicho, con cierta precipitación, que Vallcorba era contrario a las subvenciones. No es exacto. Tanto El Acantilado como Quaderns Crema se han beneficiado de ayudas de los más pintorescos organismos estatales y paraestatales. Por lo general, se ha tratado de ayudas a la traducción. No en vano, el cariz monumental de las empresas de Vallcorba ha exigido, en algunos casos, que el traductor o traductores se apartaran del mundanal ruido para dedicarse exclusivamente, y casi en régimen monacal, a Montaigne, a Zweig, a Pessoa, a Chateaubriand. Entre otras razones, porque, contrariamente a la creencia de ciertos liberales, el dinero privado, menos aún si es español, no está para según qué asuntos. No, Vallcorba no fue renuente a las subvenciones per se. Lo que contrariaba a Vallcorba era que, con el pretexto de preservar una lengua, o de salvar una patria, la Administración subsidiara excrecencias folklóricas. Es el caso, claro está, de Cataluña, sobre el que Vallcorba jamás se cansó de alertar.

Tal vez precisamente por eso (aunque no quepa descartar la incuria) la última condecoración que Vallcorba recibió en vida fue la de la Generalitat de Cataluña, que hace tres meses le distinguió con el Premio Nacional de Cultura. Antes había recibido el Premio Nacional de Cultura del Gobierno de España, la medalla de oro al mérito cultural del Ayuntamiento de Barcelona y la Gran Orden al Mérito Cultural de la República de Polonia. La ominosa tardanza de Cataluña a la hora de reconocer sus méritos lleva en el envés un postrero triunfo. También en la denuncia del desprecio de los suyos por la cultura acertó de pleno.



Zoom News, 25 de agosto de 2014


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