jueves, 18 de abril de 2013

Los primos del primo de Zumosol

Oriol Pujol hizo el paseíllo flanqueado por los convergentes Francesc Sánchez, Josep Rull, Jordi Turull y Lluís Corominas, dispuestos en torno a él, el imputado, a modo de flecha o V invertida. No sé qué genio planeó ese blindaje de opereta, pero la comparación es inevitable: así, en efecto, es como llegan los mafiosos al juzgado, según hemos visto cientos de veces en las películas. Por lo demás, el hecho de hacerse acompañar supone enviar al juez un mensaje inequívoco: no me imputas a mí, o no sólo a mí; también estás actuando contra mi clan, por lo que es con mi clan con quien te las habrás de ver. Dada la naturaleza coactiva de esta táctica, así la ponga en práctica Al Capone o el primo de Zumosol, llama la atención la indiferencia con que ha sido tratada en los medios. Salvo Victoria Prego en El Mundo, pocos analistas han reparado en que acudir al juzgado como si fuera uno a recoger la Champions es, cuando menos, indecoroso.

No es que en Cataluña no estemos acostumbrados, claro. El 6 de julio de 2001 el rector de la Universidad Rovira i Virgili, Lluís Arola, se presentó ante el tribunal que le había de juzgar por prevaricación acompañado de 14 rectores de universidad, y al frente de todos Andreu Mas-Colell, a la sazón consejero de Universidades. Arola se enfrentaba a una petición de ocho años de inhabilitación y 500.000 euros de multa por haber sancionado a una profesora que osó repartir exámenes de Selectividad en castellano. Preguntado Mas-Colell por su presencia en aquella algarada institucional (en aquel escrache a la justicia, diríamos hoy), aún resuena en sus palabras el eco de una ronquera antigua: "El único resultado posible es la inocencia del rector".

En su declaración ante el juez Anglada, Oriol Pujol trató de confundir su papel en una trama delictiva con un servicio a Cataluña, igual que hizo su padre en 1984, a raíz de la querella por el caso Banca Catalana. Con una diferencia: en aquel entonces, su padre fue jaleado en las calles de Barcelona por una multitud que lo mismo se erigía en servicio de orden que la emprendía a escupitajos contra el socialista Obiols, mientras que Oriol fue insultado por los pantojeros de rigor. En uno y otro caso se trataba de la misma turba, pero no tengo tan claro que se trate del mismo país.


Libertad Digital, 17 de abril de 2013

miércoles, 17 de abril de 2013

¡Bajen del escenario!

Cuenta Boadella en sus Diarios de un francotirador que acostumbra desayunar con la radio puesta, supongo que con la tertulia de Federico Jiménez Losantos o la de Carlos Herrera. Y que en cuanto Federico (o Herrera) ‘abren las líneas’ a los oyentes, da el programa por acabado, pues nada le parece menos interesante que la opinión del oyente. También a mí me ocurre: en cuanto se ‘abren las líneas’, apago el transistor o cambio de emisora, aunque no tanto por desinterés cuanto por vergüenza ajena, la que me suelen provocar esos oyentes que inquieren al locutor: “¿No me recuerdas? ¿Y si te digo que soy Jacinto, el que llamó la semana pasada?.

Esta claudicación ante el pueblo no es exclusiva de la radio; en los últimos tiempos, también la prensa y la televisión han entregado al vulgo secciones enteras, imbuidos por la consideración de que los ‘espacios de participación social’ son un distintivo de modernidad. Se trata del mismo fenómeno que ha hecho añicos la autoridad del profesor en las aulas, ha sentado peluqueras en los consejos de administración de las cajas de ahorro y ha puesto al frente del Ministerio de Trabajo a Fátima Báñez. No hay institución pública que no lleve incorporada su escupidera. Basta con ver los sms de algunas tertulias. Éstos, por ejemplo, asombrosamente reales: ‘¡zapatero pal exilio, !!que aki solo hace daño que sta undiendo españa…’, ‘¡desaparición del PSOE por voladura!’, ‘En la dictatura se hicieron 137 embalses, ¿cuántos ahora?’… Que la tertulia en cuestión sea de derechas, incluso muy de derechas, es irrelevante; lo que cuenta es la sensación de que en España la grasa siempre se abre camino, aunque bien es cierto que, a diferencia de la izquierda, la derecha parece celebrarla.

Los vicios de la izquierda no son menos terribles, pero sí más perversos. En su enigmático y turbador ensayo Imitació de l’home, el escritor Ferran Toutain alude, a cuenta de esa factoría de mimetismos que es la radio, a un programa radiofónico catalán en el que cada noche se formula una pregunta a la audiencia. Una pregunta, dice Toutain, “del tipo de si se han de dar más derechos a los animales o si las mujeres tienen más sensibilidad que los hombres”. “Los intereses principales del programa”, continúa, “se repartían habitualmente entre el animalismo y el feminismo y, como se podía prever, el resultado de la encuesta era favorable a las expectativas de estas dos corrientes. Una noche [...], a la locutora del programa [...] se le ocurrió preguntar a los oyentes si creían posible que Dios, aunque siempre se había pintado como un patriarca de largas barbas blancas, fuera en realidad una mujer”. Y en este plan, que diría Umbral. ¡Ah, la izquierda!

El intercambio de papeles entre emisor y destinatario, ya digo, rebasa el ámbito de los medios, pero tal vez sea en los medios donde el arbitrio de ‘mecanismos democráticos’, esa cuota penitencial, se revela en toda su crudeza. La ilusión de saberse partícipe del discurso mediático o, en la prensa, la posibilidad de toser en la cara al autor del artículo (a menudo, casi literalmente), son un simulador irresistible del ejercicio del poder. Mientras escribía esta pieza, en la web de La Vanguardia convivían, en pie de igualdad, la noticia de la muerte del fotógrafo Paco Elvira y las monas de Pascua de los lectores. Más allá de lo episódico, no obstante, la diseminación de la audiencia se expresa en apartados como el de las noticias más leídas, el vídeo chistoso o el tuit jacarandoso; apartados que, como la obligatoriedad de lo gracioso, parecen llegados para quedarse.

La última noticia de este sordo allanamiento, de esta moderna invasión de los ultracuerpos, viene a cuento del programa culinario de TV3. De lunes a jueves, un cocinero de postín recrea ante la audiencia una receta imposible, alambicada, renuente a los remedos hogareños. (Aún recuerdo, en este sentido, el gélido consejo del repostero Oriol Balaguer: “No intenten hacerlo en sus casas”.) Los viernes, en cambio, ‘abren las líneas’ a los particulares, con su recetario de convento y armadura: cinta de lomo hervida, conejo con caracoles, macarrones de la abuela… Vainas, en fin, vainas que en su interior encierran otras vainas. El invitado del pasado viernes, un maestro de Castelldefels, preparó una fideuá con ciruelas. Me fijé en que toqueteaba las salchichas con el rítmico gracejo con que, en su fuero interno, debían de hacerlo los profesionales. Para entonces ya me reconocía en cada una de sus facciones.


Unfollow, 14 de abril de 2013

viernes, 12 de abril de 2013

Escrache al castellanohablante

Una de las razones que, históricamente, han pretextado los sucesivos gobiernos de la Generalitat de Cataluña para pasarse por el forro las sentencias en favor del bilingüismo, es la llamada cohesión social. La creación de dos líneas de enseñanza, arguyen, una para el catalán y otra para el castellano, supondría separar a los niños por razón de lengua. Y eso sí que no. Uno se imagina entonces a dos comunidades de escolares separadas por un muro rebozado en alambre de espino, o ve las Ramblas convertidas en una especie de Little Belfast (que es lo que parecerán, me temo, el día en que el Madrid pierda la Liga definitivamente).

La consejera de Enseñanza, Irene Rigau, gran valedora de esa cohesión, sabe perfectamente que en Quebec, por ejemplo, esa región de tintes cuasi míticos, hay escuelas públicas en inglés y escuelas públicas en francés. Y no pasa nada. Sí, de acuerdo, los centros anglófonos están reservados a los hijos de progenitores, nacidos en Canadá, que hayan recibido a su vez su enseñanza básica en inglés; y es que, por imposible que parezca, también los quebequeses cometen errores.

Pero lo que sorprende cada vez más de las continuas apelaciones a la cohesión, así, sin matices, es la doblez, cuando no la desfachatez. En el afán de saltarse la ley, Rigau se sacó de la manga la atención personalizada, que es, por emplear una palabra de moda, una suerte de escrache institucional a los castellanohablantes. Para empezar, porque supone segregar al alumno del grupo y concederle el mismo trato, digámoslo sin ambages, que se concede a los cortos de entendederas. Pero sobre todo, porque implica significarse, y no creo que, a esas edades, haya un solo niño que guste de hacerlo, y menos aún para ser el raro, el anómalo, el 'castellano'. Eso, consejera, sí que equivale a quebrar la cohesión social, esa que a usted, en el fondo, le trae sin cuidado.


La Voz de Barcelona, 12 de abril de 2013

A jamonazos


Si mis hijas vieran Jamón, jamón, del recientemente fallecido Bigas Luna, es probable que rompieran a llorar en la escena en que Javier Bardem atropella al cochino Pablito, o acaso en el instante en que Anna Galiena arropa al animal y lo mete en el frigorífico, o cuando lo sirven asado. Sospecho, en fin, que se pasarían media película llorando y otra media perplejas, y que así reaccionarían muchos de los espectadores que, en septiembre de 1992, vimos la película sin el menor aspaviento. 

Y es que Jamón, jamón, que ya en su tiempo fue una brava extravagancia, una esplendorosa cazurrada, evoca hoy un mundo extinto, cuyas más salvajes excrecencias se han visto arrasadas por el embate de lo políticamente correcto. Vean, sin ir más lejos, el personaje de Bardem: se atiborra de ajos, es un entusiasta del toreo furtivo (que practica en pelotas y a la luz de la luna) y, por supuesto, prescinde del casco al ir en moto (o, más precisamente, al ir en su 'Yamaha', pues en Bigas las marcas son, antes que un artificio, un rasgo de humanidad; en eso se parece al mejor Almodóvar). Bardem fuma, bebe, ama, juega, folla, come, ríe, y todo lo hace marcando paquete, ufánandose de su condición de macho ibérico; literalmente ibérico, además, no en vano trabaja repartiendo jamones. 

De hecho, todo lo que Bigas muestra en Jamón... es de una literalidad exuberante, retadora, vigoréxica, una literalidad que, insisto, ya en el momento en que se estrenó la película suponía una quiebra del gusto imperante, dominado por la metrosexualidad y la gazmoñería, ese magma feminoide que, al cabo, propiciaría que todo un presidente del Gobierno dijera de su hija que estaba "convidada a la vida". 

Ni que decir tiene que ese Bardem, trasplantado a nuestros días, rayaría en lo delictivo, pues todos sus actos resultarían inmorales, ilegales o colesterolémicos, y si ya a principios de los noventa era un hombre improbable, hoy sería exhibido en un museo como aquel pobre negro de Bañolas. ¡Con ustedes, el Hombre de Los Monegros! ¡Pasen y vean, señoras y señores (los niños, no: no habría suficientes psicólogos para exorcizar el trauma de ver a un hombre de verdad). Vista hoy, en efecto, la película tiene algo algo de galería antropológica, porque Bigas rescató al macho, sí, pero sobre todo nos devolvió a la mujer; a la mujer comestible, también literalmente. 

Lo asombroso no es tanto el prodigio en sí cuanto que lo lograra en razón de su modernidad. Español a fuer de moderno y moderno a fuer de español, sí, por eso la Cataluña oficial apenas le dio bola. Si el toro de Osborne llegó a venderse en Vinçon, es por Bigas, que añadió un punto de 'diseni' a lo que ya éramos: un hatajo de vividores. Lo que Bigas no previó es esa horrísona bandera rojigualda con el astado que ondea en las gradas de los estadios, pero claro, supongo que tampoco Peret tiene la culpa de los Gipsy Kings. 

No, Jamón no es una historia redonda ni Bigas se distinguió por saber hilarlas. Fue, sobre todo, un cineasta de arrebatos, un cocinero de proezas visuales, y Jamón no es una excepción: apuntalada al comienzo por algo parecido a un andamio, se termina desmoronando de un modo tan insólito que por momentos parece un autosabotaje. Paradójicamente, en ese trance Bigas nos brinda un fresco inacabable: el del sexteto de protagonistas, en lúgubre ménage à six, llorando una muerte de la que todos son, en cierta medida, responsables. También ese lienzo retrata los españoles, gentes de mal vino capaces de matarse a jamonazos y convertir esa furibundia en una obra de arte. Como decía el personaje de Ángel de Andrés en Huevos de oro, su siguiente película, "serán los garbanzos".

La excepción norteamericana

El Gobierno catalán aprobó ayer la convocatoria de subvenciones al doblaje y subtitulación en catalán, que, según el consejero de Presidencia, Francesc Homs, "es una de las pocas excepciones que se pueden hacer" con unos presupuestos prorrogados. Aún se desconoce la cantidad que el Ejecutivo autonómico destinará a este apartado, pero si nos guiamos por otras convocatorias, estaríamos hablando 1,5 millones de euros. Ciertamente, no parece un dispendio. Ahora bien, si en lugar de dejar que flote en el vacío, cosemos la cifra a un paisaje, la cosa cambia. De ahí, supongo, el empeño de Homs en justificar la subvención, cuya excepcionalidad radica en su carácter estratégico. Eso dijo, sí, 'estratégico'.

El problema de semejante estrategia es que esos 1,5 millones han de acomodarse en un relato que, como poco, apunta a neorrealista, o al menos eso sugieren el cierre de centros de atención primaria, la cancelación de las becas de comedor, los impagos a las residencias de ancianos, la suspensión de la paga extraordinaria a los funcionarios o la deuda a los farmacéuticos. Ah, pero que Harry Potter hable en catalán es un asunto de interés estratégico. Porque ésa es otra: los 1,5 millones o lo que se termine destinando al doblaje, en aras de la normalización lingüística (un pretexto que empieza a oler a naftalina), beneficiarán a las grandes producciones estadounidenses, no a aquellos productos culturales que, por su condición minoritaria (la célebre excepción, ésta sí, europea) suelen hacerse acreedores de estas ayudas. Vean, si no, algunos de los títulos agraciados en 2012: Los juegos del hambre, Blancanieves, Men in Black 3, Prometheus, El hobbit... 

Con todo, y más allá de razones estrictamente presupuestarias, llama la atención que nadie en las filas nacionalistas, y puestas juntas son muchas filas, se haya planteado qué porvenir le espera a una lengua que, desde la restauración de las libertades en España, y va ya para cuatro décadas, vive conectada al respirador artificial. Aunque, bien pensado, lo que vive conectado al respirador no es la lengua, sino su modelo de país, que de envidiable ha pasado a inviable. De esa confusión, al cabo, han vivido todos estos años, así que cómo no habría de servirles también para poner a Harry Potter a bailar sardanas.


Libertad Digital, 10 de abril de 2013

jueves, 4 de abril de 2013

En defensa de la democracia



Antonio Muñoz Molina se encerró el pasado agosto en la hemeroteca de El País y empezó a leer ejemplares de 2007. Aquellos volúmenes daban cuenta de una España hechizada por el dinero, presa de una desmesura insondable y que se permitía la frivolidad de incrustar en los periódicos necrológicas de franquistas y republicanos. La guerra civil, en efecto, era por entonces un caudaloso, horrísono afluyente de noticias, el capricho adolescente de un Gobierno al que le salían las cuentas, fiado como estaba a una fiebre del ladrillo que dio para costear proyectos demenciales. Muñoz Molina entraba en la pecera muy de mañana y salía después de comer, pero se llevaba consigo las trazas de aquel paisaje brutal, delirante, el de un país que, recordemos, ni siquiera era capaz de ponerse de acuerdo para honrar a las víctimas del terrorismo; a sus muertos. Tras cada zambullida en el pasado, en aquella Historia de anteayer, el novelista terminaba mecido en la misma pregunta: "¿Cómo es que ese ruido no nos atronaba?". En el intento de dar con una respuesta plausible (acaso el afán de sofocarla), fue hilando un discurso vibrante, franco, tonificante, una queja preñada de sensatez que aísla e identifica los grandes (y pequeños) males de la España democrática. Eso, en esencia, es Todo lo que era sólido. 

No gustará a los nacionalistas, ya sean vascos, catalanes o gallegos. Ni, por descontado, a ninguno de esos ínfimos y recónditos regionalistas que florecieron en nuestro país al calor de la Transición, pues uno de los leitmotivs del ensayo de Muñoz Molina es la denuncia del delirio identitario. (Hoy mismo, en El Mundo, el poeta catalán Àlex Susanna alababa el libro salvo "cuando aborda cuestiones como la de los males de las autonomías, [...] que no pueden sino enrojecernos de vergüenza ajena". A ese desagrado me refiero). Tampoco gustará a esa izquierda que, en materia pedagógica, ha abjurado del mérito, ni a los derechistas que tienen por toda hoja de ruta el desmantelamiento de lo público. Los dirigentes de los grandes partidos se verán igualmente retratados en su sectarismo, tan estridente como improductivo ("En ningún otro campo profesional se puede llegar más lejos careciendo de cualquier calificación, conocimiento o habilidad verificable"). Nadie, en suma, sale indemne de Todo lo que era sólido. Ni siquiera quienes hemos denostado el 15-M, un movimiento que merece el respeto del autor por cuanto tiene de germen democrático. Con todo, y a diferencia del Indignaos de Hessel, no es éste un llamamiento a la irresponsabilidad, ni un decálogo candoroso que invite a achacar nuestras desgracias al ominoso Sistema. Muy al contrario, Muñoz Molina viene a sugerirnos que entre el sistema y los hombres no hay una sima insalvable, y que el único modo de conjurar el riesgo de perderlo todo, todo lo que era sólido, pasa por colocarse frente al espejo y reconocer, en primer lugar, que carecemos de tradición democrática. Esa tradición, nos dice Muñoz, no surge de la nada, sino que es el fruto de un compromiso cívico que, en España, ningún Gobierno ni partido ha tratado de asentar, pues andaban ocupados exhumando cadáveres en las cunetas, desvelando naciones milenarias o alentando la burbuja inmobiliaria.  

¿Que cómo se inculca ese compromiso? El propio Muñoz acabará estas líneas: "Todo importa ahora entre nosotros. El que maneje dinero público que lo controle hasta el céntimo, y que esté dispuesto a responder de cada euro que gaste. El médico que recete la dosis más exacta posible de la medicina. El encargado de barrer la calle que la deje tan limpia como si estuviera barriendo su casa. Y el ciudadano que pase por ella que procure dejar el mínimo rastro de su paso".


Libertad Digital, 3 de abril de 2013