domingo, 24 de mayo de 2020

Fiera es la noche


Si el 15 de agosto es el día del Watusi, el 19 de julio es el del Jarabo. Este año hará 62 de la noche en que José María Manuel Pablo de la Cruz Jarabo Pérez-Morris fue dejando tras de sí un reguero de muerte que devendría en leyenda. Literalmente, además: a los niños de la época se les solía conminar a portarse bien bajo la amenaza de que, si no, se los llevaría Jarabo, una suerte de coco nacional. 

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Mi generación supo de él gracias al personaje recreado por Sancho Gracia en el primer episodio de La huella del crimen, emitido en TVE el 12 de abril de 1985. En el arranque del telefilme, dirigido por Juan Antonio Bardem, le vemos deambular por las inmediaciones del Retiro. Viste un terno blanco que sugiere una elegancia algo tronada incluso para la época, y canturrea-silba la habanera que a lo lejos interpreta una orquestilla. Y fuma. Fuma con parsimonia, como domesticando el humo para envolverse en él.

Borracho, cocainómano, morfinómano (debió de ser un pionero en el consumo de speedball), chulo, estafador, maltratador, putero, ladrón y, finalmente, asesino, Jarabo gustaba de condensar semejante acervo en una sola palabra: español. A finales de los cincuenta, en los días en que se bebió la Gran Vía a ritmo de cha-cha-chá, la baladronada joseantoniana "Soy español, una de las pocas cosas serias…" con que, según cuentan, Jarabo se abría de capa en la barra de Chicote, era una secreción puramente melancólica. Cuando menos entre el vulgo. A la dictadura, no obstante, le quedaba media vida y mucho fuelle. Y a cuenta precisamente del nacionalismo sobre el que se fundaba el régimen, y que Jarabo encarnaba de manera tan fatua como esperpéntica, el destino le reservaría una postrera, funesta ironía.

Jarabo vino al mundo en Madrid en 1923, en el seno de una familia acaudalada. Como otros niños de alta cuna, estudió (un decir) en el colegio del Pilar, semillero de jerarcas (un tío suyo, Francisco Ruiz-Jarabo, ejerció de presidente del Tribunal Supremo y, posteriormente, sería nombrado ministro de Justicia). Desde su más temprana adolescencia se muestra proclive a la golfería, inclinación que su madre, consentidora de manual, se esmera en cultivar llenándole los bolsillos de billetes. Al cumplir los 17, los padres, y Jarabo con ellos, emigran a Puerto Rico. Entre las razones que influyen en el traslado se cuenta la intención de enderezar al hijo, quien a bordo del vapor Magallanes sufre su primera intoxicación etílica, con shock hepático incluido. Entre los pocos autores que han arrojado algo de luz acerca del periplo americano de Jarabo, se halla el periodista Francisco Pérez Abellán; de algunos de sus textos y las crónicas de la época en ABC y La Vanguardia proceden los datos de este artículo.

Una vez en San Juan, y en un arrebato en el que algo influye la euforia alcohólica, contrae matrimonio al más puro estilo Las Vegas con una joven de la alta sociedad puertorriqueña, Luz Álvarez, con la que tiene un hijo. La vida de casado se acaba revelando incompatible con su abnegada dedicación al proxenetismo y al tráfico de estupefacientes, y recala en Nueva York, donde sus fechorías serán igualmente homéricas. Tanto que un tribunal estadounidense lo condena por “trata de blancas” a tres años de reclusión en Springfield, Missouri. No serán en vano: gracias a la prestación de servicios en la enfermería del penal (especializado, al parecer, en un variado repertorio de dementes) se agencia una acreditación de “experto en psiquiatría” que, de regreso a España, hará valer para hacerse pasar por facultativo. Tras su excarcelación, y ya divorciado, regresa a Madrid, no sin antes testar el género en varios burdeles de La Habana. El 20 de mayo de 1950 aterriza en Barajas con la enésima provisión de fondos de su madre: 10 millones de pesetas, que apenas le duran dos años. Dado que la asignación familiar (unas 7.000 pesetas al mes) no le alcanza ni para el limpiabotas, empieza a malvender propiedades familiares y, dilapidado también ese maná, recurre a estafas, sablazos, hurtos… Por entonces es ya un viejo conocido de los cuartelillos por las incontables peleas en que se enzarza con valentones de mal vino como él. Por lo general, presta declaración, paga la fianza y vuelve a sus quehaceres. Los ocho años que median entre su retorno a España y la noche de autos transcurren entre restaurantes de postín (fue un asiduo del Lhardy, de donde se hizo traer la cena a la comisaría en que confesó los crímenes) y de tablaos como el Villa Rosa, el Zambra o el Duende, “grutas de maravilla”, como los ha dado en llamar ese castizo de guardia que es Ángel Antonio Herrera.

De la década prodigiosa de Jarabo dio cuenta La Vanguardia el 8 de agosto de 1958: 

“Desde que llegó a España en 1950, Jarabo había gastado unos 15 millones de pesetas. Recibía dinero con regularidad de su madre y de una tía llamada Victoria que le había asignado 7.000 pesetas mensuales. 'Cuqui', como era conocido familiarmente, vendió en Madrid una patente, propiedad de su padre, de lámparas Neón, por dos millones de pesetas. Vendió también varios coches, que compraba previamente, e hipotecó una finca que sus padres poseen en la calle de Arturo Soria. Todo el dinero era poco para sus diversiones. La necesidad de dinero le acuciaba, acostumbrado al derroche y a la vida ociosa. Toxicómano empedernido, buscaba las drogas que su organismo le pedía en cualquier parte. Y así llega el momento en que no encuentra otra salida que el robo y el crimen. Sin embargo, niega repetidamente que el móvil de los asesinatos fuera el robo.” 

La prensa de la época, y en particular los diarios ABC y La Vanguardia, se ocuparon del caso con un despliegue comparable al que, en nuestros días, mereció el juicio en el Supremo a los golpistas catalanes. De ese caudal de noticias extraería Bardem los detalles para rodar su antológico Jarabo, al que habíamos dejado un sábado de julio junto al Retiro, camino de las páginas de sucesos.

Esa noche, sobre las 22 horas, se presenta en el domicilio del prestamista Emilio Fernández (Lope de Rueda, 57), quien, junto con su socio, Félix López, regenta la casa de empeños Jusfer (Sainz de Baranda, 19). El verano anterior Jarabo había empeñado en ese “antro de usura”, como lo describió Pedro Costa, el anillo de oro y brillantes de su amante de entonces, Beryl Martin, una joven inglesa de paso por Madrid que un año más tarde, acuciada por su marido, le reclamaría la joya. Cuando Jarabo (al cabo, un caballero español) acude a desempeñarla, Fernández y López le exigen el doble de lo estipulado y aun le amenazan con poner en conocimiento del esposo de Beryl la carta en la que esta autorizaba la operación, y que contiene pormenores sobre su adulterio. A Emilio Fernández y a su esposa, Amparo Alonso, los mata de sendos disparos en la cabeza; a la criada, Paulina Ramos, de una cuchillada en el corazón. Abandona la casa al día siguiente y pasa el fin de semana en una pensión. El lunes, a primerísima hora, accede a Jusfer con la llave de Fernández y aguarda a que López abra el negocio. No bien entra le descerraja dos tiros en la nuca. No halla rastro del anillo ni de la carta, pero el rapto homicida es apenas un paréntesis en su verbena a perpetuidad. Galán crepuscular, lo primero que se le ocurre es llevar el traje ensangrentado a una tintorería de confianza (“le reventé la cara a un marine y me puso perdido”); luego vendría una noche de tango y zambra en compañía de dos prostitutas y, al fin, su detención. La Policía había cursado aviso a todas las tintorerías de Madrid de que notificaran limpiezas de trajes con manchas de sangre, y Jarabo fue por el suyo.

Ah, la postrera, funesta ironía. 

De la crónica del juicio en LV del 4 de febrero de 1969: 

“El presidente de la sala, Ilustrísimo señor don Antonio Ochoa Olalla, cede la palabra al letrado don Roberto Reyes, que ostenta la acusación privada en nombre de la madre de Amparo Alonso, Marta Alonso Bravo. Comienza éste relatando cómo se enteró del suceso, estando fuera de España, y cómo consideró que debía tratarse de exageraciones de la prensa extranjera, pues le parecía a él que el protagonista de tales hechos no podría ser español. ‘Los españoles nos matamos apasionadamente —dice— como lo demostró nuestra guerra de liberación, y no somos capaces de pasar una noche entera con tres personas muertas por nuestra propia mano’”. 

El abogado alude así a la formación extranjera del procesado, quien, a pesar de llevar residiendo nueve años en España, seguía empleando expresiones como milla, yarda o pulgada. Acto seguido, dedica un elogio a la prensa nacional, “que se mantuvo dentro de una gran ecuanimidad”, y cita como única excepción “una revista catalana que publicó los hechos desfigurados y con detalles de mal gusto”. Alega, asimismo, que “un psicópata atípico no puede tener el sentimiento noble de caballero español, de rescatar una joya para una dama”.

Del mismo modo que en la Cataluña de hoy no se tiene constancia de que haya degenerados, digamos, vernáculos, Jarabo no era, no podía ser español. Hasta ahí, hasta su más hondo orgullo, le alcanzó el garrote. 

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En la Prisión Provincial de Madrid (Redención)

En las primeras horas de la mañana de hoy, en el patio principal de la Prisión Provincial de Madrid, ha sido ejecutado, con las formalidades exigidas por la ley en estos casos, la sentencia de pena de muerte dictada contra José María Jarabo. La ejecución ha tenido lugar en cumplimiento de la sentencia dictada por el Tribunal Supremo, por la que se le condenaba a cuatro penas de muerte como autor de dos asesinatos y dos robos con homicidio. El cuerpo fue llevado al cementerio escoltado por coches policiales.

En el camposanto se produjo un incidente: corría por Madrid el rumor de que Jarabo no había sido ejecutado gracias a sus influencias. Y un comisario oyó que uno de los chóferes lo comentaba, añadiendo que el que iba en el féretro era un gitano que también estaba condenado a muerte. El comisario agarró al chófer por el brazo, le puso la pistola en la sien y le obligó a abrir el féretro: ‘¿Es o no es Jarabo, rojo de mierda?’.

The Objective, 24 de mayo de 2020

miércoles, 6 de mayo de 2020

Hasta la boya

El forense de la localidad costera de Amity concluye que las heridas de la bañista hallada muerta en la playa son compatibles con un ataque de tiburón. En las aguas de Amity abundan los escualos pero nunca se había tenido noticia de uno con semejante diámetro de mordedura. La biología marina acredita, además, que estos depredadores tienden a echar el ancla en el medio que les procura alimento. La temporada turística, principal fuente de ingresos de la mayoría de los lugareños, está a punto de dar comienzo, pero ello no obsta para que el jefe de policía, Martin Brody, prohíba terminantemente el baño. El alcalde, Larry Vaughan, sopesa las consecuencias del éxodo de los veraneantes en la economía local y asume el riesgo de reabrir las playas. De acuerdo con las leyes de la ficción, el espectador infiere que el primero es un bienhechor y el segundo un malnacido; que uno obra en favor de sus convecinos y el otro vela únicamente por el negocio. Se trata, en cierto modo, del mismo precepto pseudocristiano por el que, sin apenas injerencias del sentido común (la incredulidad en suspenso general), damos por hecho que el viejo Quint no saldrá vivo de la peripecia: el tamaño de su arrogancia habría requerido, en efecto, un barco más grande. Si Amity no fuera un territorio mítico y el monstruo, un ingenio mecánico, Brody conservaría su vitola de héroe pero Vaughan no sería el villano que exige el guión, como saben los millones de españoles a los que hoy acecha la ruina. A esa clase de encrucijada nos ha llevado una pandemia en que la prensa de izquierdas no ha escatimado en mitos bastante más obscenos que el del liberal inmisericorde, como el que afirma que Grecia actuó de forma previsora porque no-tuvo-más-remedio (¡!), el que anuncia el advenimiento del novísimo hombre y, mi favorito, el que establece una relación causal, que no casual, entre el éxito en la gestión de la crisis y los gobiernos liderados por mujeres; la única condición, al parecer, es que Isabel Díaz Ayuso no figure entre ellas.

The Objective, 6 de mayo de 2020