jueves, 28 de febrero de 2013

Objetora sobrevenida

Con ser grotesco el número protagonizado por los parlamentarios del PSC, más lo fue el de Carme Chacón, que optó por ausentarse de la votación, rehuyendo así el mandato de aquellos ciudadanos que tuvieron a bien apoyarla. Sí, ya sé que al Congreso no concurren listas abiertas, pero dado que Chacón encabezó la suya, se me permitirá la licencia. El voto favorable le habría costado la reprobación del PSOE y el voto contrario, la del PSC: así, se inclinó por despreciar a los votantes, cuyas espaldas pueden con casi todo. O lo que es lo mismo: ante la disyuntiva de actuar como una diputada española o como una protodiputada catalana, se pidió el papel de tuitstar. Por si fuera poco, y gracias al enjuague a que se presta gran parte de los medios, su ausencia en la votación es presentada como un ofrenda cuasi sacrificial, como si en su desánimo de gallipavos aleteara, inconsútil, el brote germinal del socialismo nuevo. ¿Habrá que recordar que ya Sandro Rosell, ese estratega, promovió una acción social contra Laporta con la sola finalidad de exhibir, inmaculada, su abstención?

El gimoteo melodramático de Chacón no ha de hacernos perder de vista lo que la impulsó a actuar de ese modo, esto es, 'los problemas de conciencia'. Por lo general, la objeción de conciencia se asocia a la quiebra moral que supone, por ejemplo, el uso de las armas, o algunas prácticas médicas. Uno objeta a imposiciones jurídicas como cumplir el servicio militar obligatorio, practicar abortos o forzar la alimentación a un paciente en huelga de hambre. Desde ayer, también España es susceptible de objeción, ya que en esa esfera, la de la renuencia privada (al cabo, un estremecimiento burgués), ha situado Chacón el debate sobre la organización del Estado. En consonancia, claro está, con la escuela de pensamiento que propició su estrellato, y cuyo principal doctor dejó dicho que "el concepto de nación española es discutido y discutible". Si fa no fa, tan discutible como el concepto de crisis.

Sea como sea, la objeción de Carmen de Olula no puede ser sino objeción sobrevenida; ya saben, la que se produce después de haber jugado con fuego.


Libertad Digital, 27 de febrero de 2013

jueves, 21 de febrero de 2013

Estadillos

El debate sobre el estado de la nación habría de ser algo así como un parón reflexivo en la legislatura, un echar la vista atrás para, con la debida perspectiva, criticar, justificar o ensalzar la obra de gobierno. En un régimen ideal, tal desempeño no estaría viciado por la pertenencia a un partido u otro. En España, no obstante, el elector sabe que Rajoy ensalzará, que Alonso justificará y que Rubalcaba criticará. El qué es lo de menos, pues lo que se somete al juicio (o acaso gestualidad) de los parlamentarios no es, en puridad, una gobernanza, sino la infinitud de estadillos de la nación en que se ha convertido la política española.

Digámoslo sin ambages: la única diferencia entre la función que hoy ha empezado a celebrarse y el remolino de dimes y diretes en que suelen solazarse nuestros políticos, esos hámsteres de salón, tiene que ver con la mediación de la prensa, y ni siquiera: el espectador recibe hoy a bocajarro lo que el resto del año acaba engrosando el periodismo de declaraciones (oxímoron), por el que las naderías se empaquetan en estilo indirecto.

Por lo demás, me parece preocupante que Rajoy se aflojara los machos para dar rienda suelta al rapsoda que lleva dentro, ese al que no le tiembla el pulso a la hora de trazar un paralelismo, ciertamente premoderno, entre la marcha del país y el rumbo de una nave. "Nos han zarandeado toda clase de turbulencias económicas, nos ha costado mucho dolor, pero el barco no se ha hundido", ha dicho el presidente, remedando, sin pretenderlo, la huera fatuidad de otro navegante, éste ya definitivamente desnortado.

En cuanto a Rubalcaba, provoca desasosiego ver cómo nuestro Fouché de antaño trata de impugnar su leyenda para erigirse en el Papa de las Cortes. "Una crisis moral", iba salmodiando. Porque algo había que salmodiar para desviar la atención del pinturerismo de Navarro y el PSC, que a 600 kilómetros seguían preparándose para ingresar, por la puerta del Príncipe, en el extraparlamentarismo.


Libertad Digital, 20 de febrero de 2013

martes, 19 de febrero de 2013

Contracubierta para 'Memorias líquidas'

El periodista Enric González (Barcelona, 1959) ha ido decantando su anecdotario del oficio en unos librillos que tienen algo de guía urbana, algo de ensayo contracultural y algo de making-of del género de reportajes. 'Historias', los fue titulando el autor, cuya renuencia a la hinchazón retórica es casi tan legendaria como su vagancia. En la obra que ahora ve la luz, Memorias líquidas, González desmenuza lo que bien pudiera ser un curriculum vitae, entendido en su acepción literal, esto es, la de carrera de la vida. La suya, según anheló de adolescente, había de llevarle a ejercer de veterinario, pero algo se torció (¡o se enderezó!) y acabó escribiendo periódicos. El primero, La Hoja del Lunes, cabecera a la que seguirían El Correo Catalán, El Periódico de Catalunya, El País y, desde hace apenas unos días, El Mundo. Con el estilo adictivo a que nos ha (mal)acostumbrado, González (Gonsales, como en cierta ocasión le llamó el ex presidente Pujol) desvela algunos de los episodios más desconcertantes, cómicos y funestos de su ya larga carrera, haciendo hincapié en la etapa de El País. A sus colegas en el diario, precisamente, dedica el autor estas vivencias éxtimas, bajo las que late una galería de afiladísimos retratos de gacetilleros. Por sus páginas desfilan José Martí Gómez, Hermann Tertsch, Arcadi Espada, Juanje Aznárez o Jesús Ceberio. También Juan Luis Cebrián, claro. Al fin y al cabo, todos los libros se escriben contra alguien.

domingo, 17 de febrero de 2013

Banderas de nuestros chinos



Ya no queda ninguna de las cuarenta y siete banderas que conté a mediados de septiembre, cuando el espumarajo de la Diada corroía Barcelona, convertida de la noche a la mañana en un villorrio del Solsonés. Lejos, muy lejos quedaba el orgullo cívico que exhibieron los barceloneses con motivo de los Juegos, aquella dicha capitalina que devino en leitmotiv del relato urdido por Maragall, y en el que Pujol representaba el papel de aguafiestas, el más verista de cuantos ha representado.

De buen principio, tuve la impresión de que los abanderados de mi patio trasero trataban de evitar, hasta lo humanamente razonable, que el resto de los vecinos les vieran manipular el trapo. Se entiende. Hay pocas cosas más grotescas que un hombre hecho y derecho dudando, hum, de si la estrella va donde debe. De vez en cuando, alguno de los balcones estrellados amanecía desnudo para, al cabo de unas horas, lucir de nuevo la bandera. Las lavan, pensé. Me vino entonces a la cabeza lo que decía Curro Romero de los aficionados que tenían por costumbre lanzarle papel higiénico. “Comprar el papel, llevarlo a la plaza, sentarse a esperar el fiasco… ¡cuánto esfuerzo, señor, cuánto esfuerzo!”.

Hubo escenas en que parecía aletear un documental de Guerín, como la que solía protagonizar la anciana que, al recoger la ropa tendida, también recogía la bandera, o aquellos resopons al fresco de finales de verano: familias trasegando vino en cubículos cuatribarrados, remedando, ay, una parodia crudelísima de El tiempo y los Conway.

Con los primeros fríos, una bandera cayó al tejado de uno de los locales que penetran en la manzana. En los días sucesivos, la humedad ambiental y los orines de gato fueron degradando la tela, que a las tres semanas era ya un guiñapo macilento. En ese momento, y en virtud del adagio tusquetsiano de que todo es comparable, reparé en la rabiosa marcialidad de las banderas que seguían colgadas, un efecto al que, sin duda, contribuía el hecho de que fueran idénticas: las mismas dimensiones, el mismo tejido, el mismo rojo anaranjado. Un buzoneo de estelades a cargo de Omnium, me dije, o una cortesía dominical de la prensa solsonesa. Tratándose de Cataluña, nada era descartable. La explicación, no obstante, era menos prosaica: el súpermercado chino Euro Consumo las vendía a tres euros y aún hoy lo sigue haciendo.

En este barrio no ha lugar a preguntarse retóricamente qué sucedería si las banderas fueran españolas. Hace más de 30 años que el abogado Esteban Gómez Rovira exhibe, con motivo del 12 de octubre, una estanquera en su balcón de la calle Rocafort. A mediados de los 80, uno de los entretenimientos favoritos de los militantes de la Crida consitía en manifestarse a las puertas de su casa. "Unapequeña 'caza del hombre'", lo llamó Joan Barril en El País. Bien, no siempre fue pequeña. Les jodía la bandera, claro, pero no sólo. Gómez Rovira asistió como letrado a los maestros a los que la Generalitat había negado la plaza en propiedad por no saber catalán. O sea que, en parte (sólo en parte), sabemos lo que sucede cuando la bandera, en lugar de catalana, es española. 
 
No, no creo que mis independentistas y Gómez Rovira sean iguales. Sobre todo, porque los primeros han colgado las banderas en un patio interior, para deleite de sí mismos. Gómez Rovira, créanme, nunca llegó tan lejos.


JotDown, 12 de febrero de 2013