martes, 24 de diciembre de 2013

El saltador

Hama. Verano de 1999

El nadador llegó a la ciudad de Hama y preguntó por la matanza, en febrero de 1982, de más de 20.000 musulmanes suníes. Llevaba consigo el polvo del desierto y un resto de curiosidad que la deliberada amnesia de los lugareños fue atizando. La recomendación menos humillante que le salió al paso fue que admirase las norias del río Orontes. Al nadador le indicaron cómo llegar al mejor restaurante de la ciudad y tomó asiento en un balconcillo pestilente donde la tarde se angostó, frenética, entre el horrísono crujido de la madera y el estruendo acuático que, cada tanto, salpicaba su rostro. En el puente de la izquierda se apiñó un enjambre de críos y el nadador, ávido de algarada, se acercó a la barandilla. Al punto reparó en que esos críos clavaban la mirada en la almena hidroeléctrica del torreón contiguo. El mejor saltador de Hama, Rashid, brindó su cuerpecillo al aire y las norias contuvieron el aliento.  

viernes, 20 de diciembre de 2013

El comando Bocaccio contra Carrero Blanco



La democracia española nació al periodismo de investigación con Golpe mortal, el concienzudo y emocionante relato del atentado de ETA contra Carrero que escribieron, en 1983, Ismael Fuente, Javier García y Joaquín Prieto, a la sazón redactores de El País. Cuarenta años después (hoy, 20 de diciembre de 2013, se cumplen exactamente cuatro decenios del magnicidio), el avispero en que se convirtió España en las postrimerías del franquismo sigue vívidamente atrapado en sus más de 350 páginas. No es preciso decir que en el periodo en que transcurrió la investigación no había teléfonos móviles ni correos electrónicos, por lo que para recabar información, Fuente, García y Prieto no sólo hubieron de leer un sinfín de mamotretos, sino también entrevistarse con una orla de políticos para quienes El País era, como poco, una afrenta. Y en ocasiones, para regresar de vacío, o acaso con un chisme que no había de conducir a ninguna parte.

Uno de esos hilos, no obstante, mereció el indulto por parte de los autores. Se trata del capítulo 6, titulado 'La película del venezolano'.

A mediados de 1971, esto es, dos años antes de que ETA asesinara a Carrero, la policía detuvo a un grupo de quince delincuentes que planeaba secuestrar al almirante. Lo singular de aquellas gentes, que no tenían más vínculos que los puramente amistosos, era que no respondían al perfil de terrorista del Goierri bregado en algún que otro tiroteo ni abrazaban una ideología cortada a cuchillo. Lo que no fue óbice, obviamente, para que la policía los considerara radicales. Eso sí, su compromiso era de otra índole. Concretamente, y tal como apuntan Fuente, García y Prieto, eran "radicales del estilo gauche divine".


Un grupúsculo desorganizado

El grupo no tenía nombre ni siglas al uso y adolecía de una cierta desorganización, por más que al frente del mismo hubiera algo parecido a un líder, al que los autores bautizan en el libro con el nombre supuesto de Ángel. El otro puntal era un guerrillero venezolano que se había instalado en Madrid como estudiante tras haber huido de su país. En aquel entonces, en Venezuela operaba el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), un grupo guerrillero que vivió sus 15 minutos de gloria con el secuestro de Alfredo Di Stefano. Luego de ser descabezado por las fuerzas gubernamentales, algunos de sus miembros huyeron al extranjero. Ése parecía ser el caso de nuestro venezolano, un mestizo de unos treinta años que pasó a desempeñar la función de "responsable militar" del grupo.

La primera tentativa de secuestro del comando gauche divine tuvo como objetivo al embajador de Estados Unidos, Robert Hill. Tras unos días vigilando la embajada, se convencieron de que el lugar era inexpugnable e idearon un plan alternativo, consistente en invitar al embajador a una capea que había de celebrarse en la finca de unos amigos en Toledo, y allí, "entre el alancear de las vaquillas, llevar a cabo el secuestro", según ilustran los autores con indisimulada retranca. Dado que carecían de recursos para ejecutar el plan, acudieron al militante del PCE (m-l) Manuel Blanco Chivite, pero éste desconfió del venezolano desde el primer minuto;  tanto es así que, tras un par de encuentros, redactó un informe para el partido en que dictaminó que se hallaban ante un intento de infiltración dela policía.


Cacería en África

Hastiado de la inacción, Ángel, que trabajaba como periodista en un medio de comunicación del Movimiento, emprendió un viaje a África para rodar documentales con un amigo catalán, un cineasta de cierto predicamento entre la intelectualidad progresista de la época, y que en el libro aparece con el nombre supuesto de Jaime. En la denominada Escuela de Barcelona también había un Jaime, Jaime Camino, pero el único director de aquella camada de malditos del que se conoce su pasión por África es Jacinto Esteva.

Genio inconstante, Esteva murió en 1985, arrasado por el alcohol y la melancolía, pero antes de que su propio, intransferible infierno cotidiano, acabara por engullirle, dejó dos valiosos cortometrajes  y una película, Lejos de los árboles, que, vista hoy, resulta un vibrante y luminoso alegato contra el cruzcampismo.

Pero estábamos en África, continente al que Esteva viajó una y otra vez para filmar retales de un sueño inabarcable; ora una cacería, ora un atardecer. Según se cuenta en el impresionante documental sobre su figura que realizara Joaquim Jordà, El encargo del cazador, Esteva mató alrededor de un centenar de elefantes. Lo hizo con arreglo a la ley del cazador: orgullosamente.

Es probable, sólo probable, que Esteva fuera el cineasta al que el guerrillero venezolano encargó rodar la capea del embajador, o acaso simular que rodaba la capea del embajador. En cuanto al personaje que ejercía de líder del grupo, el tal Ángel, di por suspendida la búsqueda de su verdadera identidad tras tres intentos infructuosos. Hasta que hace unos días di con un artículo deEsteve Riambau y Casimiro Torreiro sobre el cine africano de Jacinto Esteva donde dichos autores relatan que, a finales de 1970

“un pequeño equipo formado por Jacinto Esteva, Romy y Manel Esteban [viajó a Monzambique] y rodó unas ocho horas de película. La excusa esgrimida públicamente era la de inmortalizar el safari del señor Esteva, pero cuando la policía portuguesa sorprendió a Manel Esteban dirigiendo su objetivo hacia instituciones militares, éste se vio obligado a mostrar su carnet profesional de asalariado de Televisión Española e invocar el nombre de Franco para evitar sospechas sobre sus verdaderas intenciones.”

La expedición a Mozambique, en efecto, albergaba un propósito político: documentar “los signos del imperialismo portugués” y aventar la actividad guerrillera del Frente de Liberación de Mozambique.


La barra de Bocaccio

Rewind: “Hastiado de la inacción, Ángel, que trabajaba como periodista en un medio de comunicación del Movimiento, emprendió un viaje a África para rodar documentales con un amigo catalán, un cineasta de cierto predicamento entre la intelectualidad progresista de la época”.

No cabe descartar la hipótesis, en fin, de que ese grupúsculo fuera, en estado embrionario, el mismo que un año más tarde trató de secuestrar a Carrero. El plan consistía en sacarlo del templo al que acudía a rezar cada mañana, “introducirlo en un coche y trasladarlo a la costa levantina por la carretera de Valencia, muy utilizada por camiones de todo tipo. En Gandía estaría preparado un yate en el que se iba a organizar una fiesta que, asimismo, sería filmada [otra falsa capea] como escena de una película inexistente. El yate partiría después hacia Argelia”.

Fue, insisto, dos años antes de que ETA hiciera volar el Dodge Dart negro en que viajaba Carrero a su paso por la calle Claudio Coello.

Hay algo, no obstante, a lo que llevo dándole vueltas desde hace ya un tiempo, y que no sé exactamente dónde esconder para amortiguar su zumbido. Me refiero a la posibilidad de que esa tentativa, tan inequívocamente glamourosa como lo fueron sus artífices, se tramara en la barra de Bocaccio. Lo que obligaría, indefectiblemente, a mellar la leyenda de modernidad del gran garito barcelonés, y, con precisión de cirujano, incrustar el día en que no fue más que una herriko y a punto estuvo de convertirse en zulo.



ZoomNews,  20 de diciembre de 2013

miércoles, 18 de diciembre de 2013

Sin final feliz

En los prolegómenos de la entrevista en TV3 al presidente de la Generalitat, Artur Mas, circuló la noticia de que las preguntas estarían poco menos que amañadas; que el consejero de Presidencia, Francesc Homs, había vetado las cuestiones relativas a la crisis, y más precisamente las que tuvieran que ver con el cierre de algunos servicios de urgencias, la supresión de las pagas dobles a los funcionarios o los impagos a las farmacias. Que estábamos, en suma, a las puertas de un simulacro, de una de esas pantomimas progubernamentales que, como sucede con algunos eclipses, habría de obligar al espectador crítico a ponerse gafas de soldador. Ni que decir tiene que el augurio estaba más que fundado. No sólo porque TV3 ha sido el principal foco instigador del soberanismo; o, por decirlo en vulgo, la principal fábrica de independentistas, tarea, por cierto, para la que fue concebida. También porque el libro de estilo de la casa, escrito con tinta simpática, había estado presidido durante siglos por la frase "Això no toca", ante la que los redactores (tipos como yo, no crean) llegaban incluso a sonreírse admirados. Ay, la campechanía, cuánto daño ha hecho en España. 

Sin embargo, y de forma gozosamente inédita, Carles Prats y Lídia Heredia estuvieron en periodistas. Para empezar, Prats no se resistió al retintín cuando, a las primeras de cambio, inquirió a Mas "como persona", dada la dicotomía que gusta de exhibir el presidente, pensador y mártir. Y si bien reprimió la pregunta que, inexorablemente, había de seguir al sentido del voto persona-presidente ("Entonces, ¿piensa usted votar dos veces?"), la que formuló en su lugar no le fue a la zaga: “Luego, ¿es usted independentista? Y si lo es, ¿desde cuándo?”. 

Su compañera, Lídia Heredia, no se quedó corta: "¿Quién escribió la pregunta?". Y, tras el henchido e incomprensible "Yo mismo" de Mas: “¿Solo?”. A lo que aquél respondió: “Escribí tres o cuatro preguntas pero me decanté por ésta, que era la más clara”. (Tengo para mí que, con vistas a un estudio psicológico del personaje, habría de ponderarse semejante afirmación, tanto como el hecho de que redactara la pregunta el 6 de diciembre en su despacho de la Generalitat, quién sabe si para hacer de su desprecio a la Constitución la más inspiradora de las musas). 

Por lo demás, Prats le preguntó a bocajarro si tenía aliados en Europa, sin que hiciera falta repregunta alguna para saber que no contaba con ninguno, y ante el mohín de Mas, Heredia le recordó que ellos se limitaban a interrogarle por algunos de los asuntos que, según creían, interesaban a la ciudadanía. 

Ante mis ojos iban desfilando las preguntas con un cierto reflujo melancólico, pues llevaba 30 años esperándolas. "¿Sacará a los mossos a la calle para que se celebre la consulta?", "Sea realista, president, ¿qué probabilidades hay de que los catalanes voten el 9 de noviembre?", “Recordemos a los telespectadores que Cataluña es la única comunidad autónoma que carece de ley electoral, y eso no depende de Madrid, señor Mas, sino de usted”. Cuántas veces no le habré oído eso mismo a Albert Rivera, que nunca ha obtenido sino el desprecio de su interlocutor, ese que ahora balbuceaba "A ver, a ver si el año que viene la tenemos". 

Heredia y Prats demostraron varias cosas; entre otras, que la agresividad que mostraba Mònica Terribas con sus invitados, y por la que tanto fue alabada por la claque progresista, no era periodismo, sino un simulacro de severidad, la exacta representación en el prime time informativo de la tensión sexual no resuelta.

¿Que hubo fisuras? Por supuesto, pero no tantas como las que pregonaron algunos medios. Bien está, por lo tanto, admitir que el presidente Mas fue entrevistado, y no masajeado, en TV3. Porque esto es ya una guerra y la primera condición para ganarla es que la objetividad esté de nuestro lado. 

(Coda: "Quién cada 9 de noviembre, como siempre sin tarjeta, te mandaba un ramito de violetas". Cecilia)


Libertad Digital, 19 de diciembre de 2013

Una ciudad en barbecho

Una de las primeras medidas del alcalde Trias fue destituir a Josep Ramoneda como director del Centre de Cultura Contemporània de Barcelona (CCCB) y poner en su lugar a Marçal Sintes, un articulista que, a ojos de CiU, presentaba unas formidables credenciales. No en vano era tan mediocre como el propio Trias, la clase de individuo, en suma, con quien el alcalde congeniaría si coincidieran en una cena. A diferencia, claro, del pedante de Ramoneda, al que sólo ahora, cuando ha empezado a hablar de la inexorabilidad de la ruptura con España, han logrado entenderle algo. No tanto como a Rubert, pero algo. 

Pese a que la sustituciónde Ramoneda por Sintes era un mayúsculo despropósito, ningún informador puso el grito en el cielo y apenas unos pocos se confesaron perplejos. En esa atonía influyó, a mi modo de ver, la mansedumbre con que el propio Ramoneda trasegó su despido. Después de todo, cómo emprender una campaña contra el sectarismo cuando el propio sectarizado se comportaba como una de esas mujeres maltratadas que, inquiridas por su señoría, juran que a ellas el marido les pega lo normal. 

Con aquella primera medida, el alcalde Trias expuso a las claras que su Barcelona guardaba una cierta semejanza con las matinales de domingo en el mercado de San Antonio, en que los críos se entregan de forma maquinal al cambio de cromos de la Liga, y donde, a menudo, completar el álbum es casi una molestia. 

A la patada a Ramoneda siguió la designación de Bibiana Ballbé (la misma periodista, en efecto, que dio pábulo en su programa Bestiari Il·lustrat al atentado ficticio contra Sostres y el rey Juan Carlos) como asesora de alto rango del Centro de Arte Santa Mónica. Su primera iniciativa ha sido montar una fiestuqui non-stop a la que ha invitado a decenas de artistas. Todos han declinado la invitación. Entiendo a Bibiana, claro; hubo una época en que, cuando alguna de mis parejas esbozaba cómo sería nuestro hogar, yo preguntaba: ¿y la barra, eh? ¿Dónde pondríamos la barra? Bibiana entró al museo con la palabra dinamización haciéndosele una bola y dijo: "Lo tengo, una fiesta". Ya digo, como yo a mis dieciocho intentando colar mi barra. 

En cualquier caso, tanto Sintes como Ballbé son gloria bendita comparados con Toni Soler y Miquel Calzada, alias Mikimoto, que ocupan, respectivamente, los puestos de comisionado barcelonés para los actos de 1714 y comisario para la organización y el desarrollo de los festejos. Decía José Antonio Montano que a los soberanistas catalanes, en su diseño de país, les estaba saliendo España. Es exacto. Poner a Marçal Sintes de director del CCCB es como poner de custodio del Museo de Arte Contemporáneo a Cayetana Guillén, y que Bibiana Ballbé sea dinamizadora cultural del Santa Mónica es como si Leticia Sabater hiciera lo propio en La Fábrica. En cuanto a Soler y Calzada... traten de imaginar a Faemino y Cansado comisariando, en una improbable zona cero de Arganzuela, unos restos arquitectónicos que sugirieran que nuestros verdaderos enemigos, ay, no son sino catalanes. 

Convendrán conmigo en que, con estos mimbres, la gran boda india, lejos de parecerme despreciable, ha acabado pareciéndome enternecedora. Como me sigue pareciendo enternecedor el rodaje de Woody Allen de Vicky-Cristina-Barcelona, que tuvo bloqueado el centro de la ciudad durante dos semanas en el verano 2007, y del que resultaría una película encantadora e infame. No, el verdadero declive de Barcelona no se mide por eventos como los de la boda india o el rodaje de Woody Allen, sino otra clase de ostentaciones: las que ejercen a diario y con cargo al erario Sintes, Soler, Ballbé y Mikimoto.


Libertad Digital, 12 de diciembre de 2013

Las dos almas de la tercera vía

“… [Este movimiento ha de servir] para convencer a los dirigentes de UPyD, carne de nuestra carne, sangre de nuestra sangre, de que abandonen eso que tanto han criticado en los nacionalistas, y que nosotros criticamos en los nacionalistas: el narcisismo de la diferencia. Y señalo con el dedo índice a mis queridos amigos y dirigentes de UPyD, que son amigos desde hace muchos años, porque sé perfectamente que su visión narcisista de la política, y de este momento de España, no coincide en absoluto con lo que piensan sus bases. Y es muy importante distinguir en esta hora del movimiento, entre lo que piensan los dirigentes de un partido político, y lo que piensan sus militantes y ya no digamos, sus electores. Esta división es una cosa absurda y ridícula y el primer obstáculo que tiene la regeneración española desde nuestro punto de vista.” Con estas palabras, el periodista Arcadi Espada echaba el resto para que UPyD y Ciutadans se fundieran en un solo proyecto. Fue el pasado 23 de noviembre, durante la presentación en Barcelona de Movimiento Ciudadano, la marca preelectoral con la que Albert Rivera pretende implantarse en Europa y el resto de España. Por este orden.

La conminación de Espada fue tan amigable como asimétrica. El inspirador, junto con otros catorce intelectuales, de Ciutadans, no repartió las culpas entre ‘unos y otros’, según los protocolos al uso de proporcionalidad. No, amonestó sólo a unos: a los dirigentes de UPyD. La respuesta de Rosa Díez no se hizo esperar. A los pocos días, en una mesa redonda organizada por El Confidencial, y en la que también participaba Albert Boadella, el dramaturgo recordó a la secretaria general de la formación magenta lo que su amigo Espada le viene diciendo respecto a la probable unidad de destino de UPyD y C’s: “Tienen que follar”. Díez, en un parafraseo un tanto deshilachado, replicó que follarían siempre que se encontraran en la misma habitación y ambos tuvieran ganas. El tono que empleó, no obstante, dio a entender que quien debía tener ganas era, sobre todo, UPyD.

Antes de que Espada pronunciara su discurso en el Palacio de Congresos de la Feria de Barcelona, el diputado de UPyD Carlos Martínez Gorriarán había tildado el Movimiento Ciudadano de “movimiento tertuliano”, en alusión a algunos de los personajes que han brindado su apoyo a Rivera, como Juan Carlos Girauta, Javier Nart o Luis Salvador. Fue a raíz de un artículo de Espada en que éste había calificado el congreso de UPyD de “fallido”, precisamente por dejar inédita la única cuestión que, a su juicio, debía abordar el partido, cual es la fusión con Ciudadanos. “¿Fallido? ¿Por?: no seguimos su plan, disolvernos en su invento de ese movimiento tertuliano”. A menudo, y contrariamente a lo que se cree, el modo enfurecido no suele ser el más claro. Gorriarán, en suma, atribuyó a Espada la paternidad del coro intereconómico y lo acusó de pretender que UPyD se disolviera en él como un azucarillo en el café.

Pero habíamos dejado a Rosa Díez con la palabra en la boca, dándole vueltas a cuáles habían de ser las condiciones idóneas para ‘follar’ con Ciudadanos. En verdad, y más allá de la retórica, no parece haberlas: “Pero lo que se me pregunta es si UPyD ha decidido disolverse”.

‘Disolverse’. El mismo apocalipsis que Gorriarán esgrimió frente a Espada, y del que se deduce que, para los dirigentes de UPyD, el partido es condición necesaria para la quiebra del bipartidismo español; la única garantía, arguyen, de que la tercera vía se atiene a unas coordenadas políticas más o menos sólidas y, sobre todo, estables. En defensa de esa concepción de partido clásico, invocan su reverso, esto es, el socialpopulismo que, a su juicio, define a Ciudadanos. En privado, no obstante, los dirigentes upeidianos no suelen referirse a ‘Ciudadanos’; antes bien, hablan de ‘Rivera’. A su modo de ver, detrás del fitness verbal del presidente de C’s no hay más que vacuidad o, si se quiere, una propuesta tan voluble como reversible, susceptible de sumar adhesiones a priori inconciliables, como la del ex concursante de Gran Hermano Carlos Navarro, El Yoyas; la del ex ministro socialista Antoni Asunción o la del ex portavoz de los controladores aéreos César Cabo. En este sentido, el blanco predilecto de los representantes de UPyD es el presidente del CE Hospitalet, Miguel García, en quien ven un adalid del puntopelotismo patrio o, en la peor de las comparaciones, un remedo inacabado de Jesús Gil y Gil. La propensión de Rivera a ir de la mano de frikis, concluyen en UPyD, no es anecdótica, sino que se enmarca en el mismo desamparo ideológico que le llevó a integrarse en la Libertas del activista irlandés Declan Ganley, que abogaba por la refundación cristiana de Europa y que se distinguió por su feroz oposición al Tratado de Lisboa y sus andanadas de demagogia contra los ‘burócratas de la Comisión Europea’.

Un partido de ida y vuelta

La deriva euroescéptica del partido de Albert Rivera se saldó con un batacazo en las urnas (que se sumaría a los fracasos de las elecciones municipales y generales) y el alejamiento del partido de la mayoría de los intelectuales que lo inspiraron. Uno de ellos, Xavier Pericay, cinceló su “repudio” en Abc: “Sí, Ciutadans, ese partido, ha perdido definitivamente el juicio. Y con alguien así —da igual que sea un hijo político—, no hay nada que hacer.”

Ese hijo político acabaría por admitir sus errores, hacer propósito de enmienda y enderezar su rumbo, lo que se tradujo en el ‘regreso a filas’, con motivo de las autonómicas de 2012, de algunos de los firmantes del primer manifiesto, el que se coció (y nunca mejor dicho) en el restaurante Taxidermista. Por primera vez desde 2008, Arcadi Espada, Francesc de Carreras, Xavier Pericay y Félix Ovejero, esto es, el núcleo duro de la asociación primigenia, salían de nuevo a la palestra. A ellos se unirían intelectuales como Javier Nart o Juan Carlos Girauta, y la ex portavoz del PP Carina Mejías, que concurrió, en calidad de independiente, a unas primarias que terminarían por otorgarle el tercer puesto en las listas de C’s por Barcelona.

La resurrección de C’s cogió con el pie cambiado a Díez, que siempre había creído que aquél era un artefacto transitorio. Admitía su condición de partido precursor en Cataluña, pero estaba persuadida de que su efervescencia inicial era eso, un mero borboteo al que seguiría un inexorable declive. No sólo porque considerase a Rivera un arribista de ideología difusa; su presunción también se nutría del recelo que despiertan en los políticos de corte tradicional, cual es su caso, los partidos desprovistos de bagaje teórico, de idearios grabados a fuego. Si a ello sumamos que sus dirigentes de primera hora carecían de tablas, de la necesaria mala leche para moverse en un mundo, el de la política, infestado de cepos, la debacle parecía cuestión de tiempo.

La mesa cojea

Ese análisis, aunque bien fundamentado en algunos aspectos, terminaría agrietándose por donde dictan los manuales al uso: el menosprecio del adversario. UPyD no tuvo en cuenta que el líder C’s atesora una rara habilidad para improvisar soluciones, para salir vivo de cualquier atolladero. Se trata de un político, en fin, con siete vidas; mitad MacGyver, mitad Adolfo Suárez. Al verse al borde de la catástrofe, Rivera se dijo que si Ciutadans había surgido de la sociedad civil, había que regresar a la sociedad civil para levantar el morro, y ha sido precisamente ese aperturismo, esa apuesta por la transversalidad, lo que hoy sitúa a C’s a las puertas del Parlamento español. Por lo demás, y frente a la opinión de que la expansión a nivel nacional supondría desatender el granero catalán, las encuestas que se han realizado tras la presentación de Movimiento Ciudadano apuntan a que Ciutadans pasaría a tercera fuerza en Cataluña.

Sea como sea, las previsiones agoreras de UPyD han saltado en pedazos, de ahí que en los últimos tiempos, y ante el paso al frente de Ciutadans, sus portavoces se hayan visto interpelados desde diversos frentes. La cerrazón, en este punto, no presenta un solo resquicio, lo que apuntala la querencia ‘leninista’ de UPyD. A la acusación de “movimiento tertuliano” se han sumado distingos como el de la diputada Irene Lozano, para quien la gran diferencia entre Ciutadans y UPyD radica en que, mientras que el primero se gestó exclusivamente en Cataluña, el segundo nació y se desarrolló como partido nacional. Una interpretación que, para los dirigentes de Ciutadans, se da de bruces con el más elemental principio de realidad. En primer lugar, señalan, porque UPyD tuvo su germen en la asociación cívica Basta Ya, entre cuyos miembros más destacados se hallaban, además de Maite Pagaza, Rosa Díez, Fernando Savater y Carlos Martínez Gorriarán, los impulsores de Ciutadans Arcadi Espada, Albert Boadella, Xavier Pericay o Teresa Giménez Barbat. (A esa precisa circunstancia, de hecho, se atiene el bíblico “carne de nuestra carne” con que Arcadi Espada definió a UPyD, y que, hasta la fecha, sólo ha suscitado vahídos entres sus dirigentes.) En segundo lugar, porque el proceso de constitución de UPyD no se aceleró hasta después de que Ciutadans echara a andar, lo que desmentiría la especie de que uno y otro son seres unicelulares (más teniendo en cuenta que la misma Rosa Díez dio mitins en favor de la asociación Ciutadans de Catalunya cuando aún militaba en el PSOE). Y en tercer lugar, porque la asignatura pendiente de UPyD sigue siendo Cataluña, comunidad en que incluso Carmen de Mairena obtiene más sufragios que los magentas. Un partido que se reclama nacional sin Cataluña, apostillan, es como un grupo de comensales indiferente a la cojera de la mesa.

‘Una salida personal’

Sea como sea, la composición de lugar que corre de mano en mano muestra a UPyD como la maciza altanera que desdeña sistemáticamente los ruegos amorosos de Ciutadans. Para UPyD, no obstante, no se trata de un cortejo, sino de una burda escenificación, otra más. Si Albert Rivera quisiera relaciones formales, arguyen, no habría convocado como hizo una rueda de prensa para anunciar que les había enviado una carta y estaba a la espera de respuesta. La política española, dicen, no puede convertirse en el plató de ‘Tu media naranja’; máxime cuando el objetivo último de esa clase de simulacros es venderse ante la opinión pública como el partido que perseveró, sin éxito, en el intento de fusión. En realidad, aseguran, lo que Rivera pretende es adelantarlos por la derecha, y para ello el papel de despechado le viene de perlas. La última salva de esa batería de reproches es el convencimiento de que si el presidente de C’s ha impulsado Movimiento Ciudadano es para buscarse una salida personal, ya que, conforme a lo que él mismo prometió al inicio de su carrera, ésta habría de ser su última legislatura como diputado autonómico; y es fama que, una vez que se ha probado la política, a nadie le apetece volver al andamio.

En cualquier caso, estaríamos ante un despechado de largo aliento, pues ya en 2007, es decir, en el periodo neolítico de ambas formaciones, antes incluso de que UPyD se constituyera, Gorriarán hablaba del fracaso “en toda regla” de Ciutadans. Por lo demás, la sospecha de arribismo pesa sobre Rivera desde la hora cero; exactamente, desde que resultara elegido presidente del partido en el congreso constituyente de Bellaterra. Por entonces, se decía de él que a las primeras de cambio ficharía por el PP o el PSOE, que aceptaría gustoso cualquier oferta proveniente de uno de los partidos mayoritarios. Siete años después, es él quien lanza las ofertas.

La corriente de opinión favorable a la fusión de ambos partidos ha arreciado en los últimos días. Ayer mismo, Pedro J. Ramírez alentaba la formación de una suerte de coalición electoral que hiciera bandera del regeneracionismo.

Quienes también parecen abogar por el enlace son son los adversarios de UPyD y Ciutadans. El 28 de noviembre, un grupo de nacionalistas asaltó la sede de UPyD en Barcelona y agredió al militante que se hallaba a cargo del local.

Tres días después, en la madrugada del domingo 1 de diciembre, la sede de Ciutadans fue atacada con piedras, lo que provocó la rotura de las ventanas que dan a la calle. Es a la luz de los hechos, siempre los hechos, cuando la palabra ‘adversario’ adquiere su verdadero sentido.



ZoomNews, 9 de diciembre de 2013

jueves, 5 de diciembre de 2013

Dos amigos, nueve meses y un millón de pesetas

Con la publicación de Servir Catalunya: Artur Mas. L'home, el polític, el pensador, ya son siete los libros que ha ido segregando el presidente de la Generalitat de Cataluña. Se trata, obviamente, de obras de carácter hagiográfico, y sirvan como botones de muestra La máscara del rey Arturo, de Pilar Rahola, en que la autora trató de emular a la Yasmina Reza de El alba la tarde o la noche (y, ya puesta, comparar a Artur Mas con Nicolas Sarkozy), o Retrat de l'home i el president, en que Mas disfrutó de su momento Leibovitz. 

Ciertamente, esos siete libros no son los 32 que lleva inspirados Jordi Pujol, pero aun así parecen demasiados. Y no porque Mas no los merezca, no, sino porque, como les decía, ninguno de ellos somete su obra de gobierno al más mínimo sentido del ridículo; ni su obra de gobierno ni, por descontado, su delfinato, aquel tiempo en que ya la máscara del personaje traslucía una poquedad inversamente proporcional a su cursilería. Tal vez haya quien objete que los 32 de Pujol son harina del mismo costal. Cierto; tan cierto como que Mas, a diferencia de Pujol, ha malbaratado una cuantiosa, inagotable bolsa de votos en aras de una deriva cuyo único efecto real, por el momento, ha sido enfrentar a los catalanes.

Con todo, el hecho de que no haya una biografía de Mas entreverada con alguna que otra brizna de periodismo no se debe a una supuesta mordaza catalana. (Anoche, sin ir más lejos, Juan Carlos Girauta presentó en La Casa del Libro su argumentario Votaré no; vamos, creo que nunca se ha escrito tanto y tan bien contra Catalunya). No, el problema es muy otro, y tiene que ver con el colapso de la industria cultural española, incapaz ya de costear no ya un Hiroshima, sino tan siquiera un perfil como el que Gregorio Morán escribió de Adolfo Suárez en 1979. Le hicieron falta dos amigos, un millón de pesetas y nueve meses. Pues bien, alguna de esas tres cosas nos viene cojeando. Y claro, pasa lo que pasa, que el espacio que ha de ocupar la civilización lo acaba ocupando una señora que dice que Mas es un pensador. Y eso sin que mueran diez gatitos ni se apague la Osa Menor.


Libertad Digital, 4 de diciembre de 2013

El lesbianismo, intrucciones de uso


Hay algo incómodo a fuer de veraz en la afirmación de que La vida de Adèle es, antes que un romance de lesbianas, una (gran) historia de amor. No en vano, e históricamente, el melodrama y la homosexualidad han tendido a repelerse, ya fuera por prejuicios homófobos o, en los últimos tiempos, en virtud de una corrección política que ha exaltado el arquetipo en la misma medida en que ha difuminado al individuo. Sea como sea, ello se ha traducido en la ausencia en la «cinematografía gay» (ya ven que lo digo con prevención) de parejas a la manera de Rick e Ilsa, Denys y Karen o Laszlo y Katharine. Si la película de Abdellatif Kechiche supone un punto y aparte se debe, en cierto modo, a que imbuye al espectador del anhelo, tan fiero como placentero, de que el amor de Adèle y Emma sobreviva a los títulos de crédito. Se trata de la misma ensoñación que nos lleva a suspirar por que Rick suba al avión, sin que importe demasiado que sea la quincuagésima vez que vemos Casablanca. 

Así y todo, el día en que fui a ver la película aprecié cómo, entre algún que otro gimoteo, se abría paso una cuña burlesca, el típico chasquido con que los críticos existencialistas suelen levantar acta de un detalle trivial y crucial, cual pajilleros dando gusto a su perspicacia. Mas la nota de incredulidad no provenía de ningún Anton Ego, sino de tres mujeres que se sentaban cuatro o cinco butacas detrás de mí. Más que una fila, parecían ocupar una bancada, que es el nombre con que, extrañamente, designamos los escaños cuando los diputados se convierten en turba.

Ya en casa, confirmé mis sospechas: algunas de las escenas de La vida de Adèle, particularmente las de sexo explícito, habían recibido la preceptiva estopa del feminismo radical, sintagma que empieza a ser una mera antesala del pleonasmo. Según esta corriente de opinión, la relación entre Adèle y Emma no era lo suficientemente «lesbiana»; parecía lesbiana, sí, pero no era más que un remedo del «auténtico lesbianismo». Se trataba, en fin, de un artificio ideado para alegrar la vista de los hombres heterosexuales (el cerco se iba cerrando peligrosamente alrededor de mí y los de mi calaña). Las lesbianas, insistían, no nos amamos así; esas contorsiones son inverosímiles, impropias de nuestra tribu. Y, por supuesto, ninguna de nosotras, que se sepa, ha alcanzado el orgasmo con frotamientos como los que se ven en la película.

En mi tierna infancia oí hablar del «mito del orgasmo vaginal» y aun de la imperiosa, cuasi liberadora necesidad de repudiar la penetración, pues era la prueba de que el capitalismo, tan proteico en sus formas de perpetuación, se había adueñado de tu cama. En otras palabras: aquello que tú creías un acto de amor era en verdad un engranaje de transmisión ideológica, una forma de apuntalar el sistema, y así hasta el temor alucinado y plausible de que cada vez que arremetías contra el sexo de tu novia moría un negrito en Sudán, se extinguía una tribu en el Amazonas o desaparecía una lengua minoritaria de la vertiente norte de un atolón del Pacífico. Y claro, así no había forma de follar. Nunca tuve la menor duda de que, entre los activistas de izquierdas, la asunción de estos mandamientos eran un mero postureo (¡nunca mejor dicho!), una suerte de kamasutra espectral por el que todo hombre, máxime si se preciaba de «nuevo», había de regirse.

No ignoraba, en fin, que si el catolicismo inventó el petting el comunismo lo refinó hasta lo indecible, pero qué quieren, ya no creía probable una inmersión (lingüística, sí, todas lo son) como la del otro día, en que el sexo (un sexo esplendoroso, furtivo, celestial) era de nuevo interceptado en una aduana.

Pero yo venía a hablarles de otra cosa, como ya empieza a ser mi sino. Yo venía a exaltar la tonificante francesía de la película. No sólo porque sus personajes hablen; también porque leen; y lo hacen, además, acuciados por una instrucción cívica, personificada en el delicadísimo mohín con que Adèle, maestra de prescolar, va embridando los quehaceres de sus alumnos. Porque en esa lectura trastabillada y luminosa aletea el contento de vivir. Porque, como se estila en la patria de Cahiers, las amantes se besan al principio y luego ya todo es cuesta arriba, una crónica apacible del durante y del después. Y porque el padrastro de Emma suele cocinar amortajando la impaciencia con un vaso de vino, como es costumbre en mi casa.

El profesor Santiago Navajas ha escrito una admirable crítica de la película; hacía días que la esperaba, pues estaba convencido de que no había mejor escaparate para evidenciar los costurones de La vida de Adèle que su blog, Cine y Política. El gran borrón de su artículo, sin embargo, no es que considere que se trata de una película mediocre, sino este párrafo: 

La tesis de que una mayor apertura intelectual, sea literaria o artística, lleva a una mayor tolerancia moral en cuanto que se está menos sometidos a los clichés, por una parte, mientras se amplía el ámbito de las vivencias imaginarias, por otro, es un buen argumento que el director envuelve torpemente en un vulgar drama pequeño burgués.

Esa tesis está soberbiamente desarrollada, porque son precisamente las dificultades de Adèle (y ello, pese a ser una mujer con «inquietudes») para congeniar con los amigos intelectuales de su novia lo que termina por ahogar la relación. La cultura, sugiere la película, es un dique, ora disfrazado de mirador, ora de rompeolas, pero dique al fin y al cabo; una pértiga que nos lanza por los aires y se acaba quebrando en el último minuto para hurtarnos el porvenir.

A eso venía, sí; cuando menos, esa era la idea que aquella tarde, en la penumbra de la sala, había empezado a amasar. Hasta que esas tres gracias se enfundaron el traje de policía. Y no precisamente para emular a Village People.


Jot Down, 2 de diciembre de 2013

Nazis de atrezzo

La denigración de España es tan habitual en Cataluña que al menos tres generaciones de catalanes la perciben como un fenómeno atmosférico, como si, en cierto modo, se tratara de uno de esos calabobos frente a los que uno no cree necesario guarecerse. En el caso de los medios de comunicación catalanes, no obstante, el empapamiento no guarda relación con la sutileza de la llovizna, sino con su carácter antediluviano. Desde que tengo uso de razón, España y todo aquello que llevara el lacre de lo español (un gobernador civil, sí, pero también una soleá o una cereza del Jerte) han estado imbuidos de un halo de maldad que les ha hecho acreedores, como poco, de una broma fugaz e inaplazable, de esas que se zanjan con la mitja rialleta. 

Una de las formas más distinguidas de ese desprecio por España es el afán de redención, actitud que, como saben, se funda en la presunción de que el redimido es inferior al redentor, así con las putas como con las países. No, no sólo me refiero a Cambó, al Maragall de la "Oda a España" o a su nieto, el de la Oda al 3%. La misericordia catalana para con lo español alcanza al mismísimo David Fernández (Don Sandalia, sí), que va alardeando por ahí que él no tiene nada contra las gentes del resto del Estado, como si el grado evolutivo de esos especímenes no fuera suficiente para captar la mucha bonhomía que entraña la demolición del Estado por el que son ciudadanos en lugar de boletaires. 

Pero lo habitual, ya digo, es que esa superioridad se exprese de una forma más indisimulada y chabacana. Y que, si la escaramuza rebasa el umbral de lo que una sociedad como la catalana, fervorosamente enferma, considera tolerable la reprimenda no vaya más allá de los cinco minutos en la silla de pensar. ¿Recuerdan el programa Bestiari Il·lustrat, en el que aparecía un individuo que simulaba tirotear al rey de España, a Salvador Sostres y a Fèlix Millet? Pues bien, esto es lo que dijo el CAC en aquella ocasión, acaso más impelido por las circunstancias ambientales, eso que Cruyff, en uno de sus hallazgos, llamó el entorno, que por la moralidad de sus consejeros: 

La violencia que caracteriza el universo creativo del invitado se refería sólo a las palabras, como también [sic] las armas eran de atrezzo. 

Una disculpa, en efecto. Tras un benévolo "hombre, hombre…", tan eufónicamente entonado como lo haría Serrat, la Junta de Censores exhibía los presuntos atenuantes a que, en todo caso, había de acogerse el catalanismo ante el obvio linchamiento que estaba sufriendo Domínguez a manos del españolismo.

Así discurren. Numerosos opinantes de signo nacionalista han señalado en más de una ocasión el riesgo que entraña banalizar el fascismo. No puedo estar más de acuerdo, y así mismo lo he hecho constar más de una vez. Emparentar Cataluña con el nazismo es un error, sí. Ocurre, no obstante, que esta misma semana el coche de Victoria Fuentes, dirigente de C’s en Tarragona, amaneció embadurnado de mierda. Se trata, por cierto, de la misma Victoria Fuentes a la que un tipo, tras identificarla como militante de ese mismo partido, propinó un puñetazo durante unas fiestas de pueblo, a principios de julio. Y claro, a eso hay que ponerle un nombre. Y el nombre que más se le aproxima no es otro que nazismo. Siempre, claro está, que las palabras no sean de atrezzo. 

En cualquier caso, esos opinantes saben perfectamente de qué les hablo, tanto como Artur Mas sabía de qué le hablaba Maragall cuando le espetó que tenía un problema. No en vano, y por más que esa estrategia retórica resulte temeraria, también ellos la utilizan. Así, por ejemplo, el periodista Vicent Partal, director de Vilaweb, trató de explicar, en sesión continua, por qué el PSC basculaba hacia el fascismo, yermo habitado por el PP y C’s; achacó la fabricación de pruebas contra la familia Pujol (¿?) a "la marca del franquismo"; o acusó a los dirigentes del PP de ser "franquistas sin franquismo". Del mismo modo que Salvador Cot, director de Nació Digital, emparentó aPP, C’s y Falange dos días antes del 12-O; o convino, con eldibujante Jap, en que la curva de A Grandeira en que descarriló el tren de Santiago era, en efecto, una curva Marca España. ¿Y qué?, le faltó decir. 

A ellos, por descontado, el CAC no les levantará la mano. 

(Si creen que lo que antecede es pura demagogia, ya les digo yo que no: la demagogia viene ahora. El presupuesto de la Junta de Censores para 2014 es de 5,2 millones de leuros, que diría Carlos Herrera, de los que casi 700.000 corresponden a altos cargos. O lo que es lo mismo: estos seisindividuos se repartirán 700.000 -más 200.000 para colaboradores-. El segundo de la columna de la izquierda se parece sospechosamente a Daniel Sirera, pero yo sigo diciéndome que no, que es imposible que sea él). 


Libertad Digital, 27 de noviembre de 2013

jueves, 21 de noviembre de 2013

La relatividad de la ley

Publicaba ayer El País una entrevista-cuestionario a cinco activistas antisistema con motivo de la llamada ‘Ley Anti 15-M’. Se trataba de que razonaran su desacuerdo con el anteproyecto a partir, ya digo, de una batería de preguntas que, al llevar implícita la contestación, no pasaban de mera formalidad, que es lo único que no puede ser el periodismo. 

Así y todo, había algún que otro hallazgo. Ada Colau, por ejemplo, respondía del siguiente modo a la pregunta de si le parecería bien que se multara por insultar a un policía: “Otro ejercicio de autoritarismo. La palabra de un policía ya vale más ante la ley que la de cualquier ciudadano”. “¿Estás de acuerdo con que se prohíba usar capuchas en manifestaciones?”, proseguía la entrevistadora. Y Colau, acaso correspondiendo al tuteo, replicaba: “Depende. Si hace frío”. Respecto al acoso a políticos y autoridades, otro de los encuestados, Rafael Tejero, de la asamblea del 15-M de Granada, argüía: “Se trata de hacer visible [el] malestar”. Un motivo, el de la visibilidad, que Tejero también invocaba para el caso de la quema de contenedores: “Habrá que ver las circunstancias de esa persona, si lo hace porque le gusta o si es una persona que está luchando por hacer visible su injusticia”. 

Por descontado, a ninguno de esos cinco activistas se les preguntaba sobre otra de las medidas que figuran en el borrador de la normativa en cuestión: las multas de hasta 600.000 euros para quienes ensalcen públicamente el terrorismo, el odio, la xenofobia, el racismo o la discriminación. Imaginen, sin ir más lejos, que cualquiera de los fascistas que asaltaron la sede en Madrid de la Generalitat de Cataluña esgrimiera la necesidad de que se ‘visibilice’ el problema catalán. O que el individuo de las gafas oscuras y el pañuelo que se encaró con el diputado Josep Sánchez Llibre alegara que esa tarde había refrescado, de ahí el pañuelo. Se trataría, qué duda cabe, de un alarde de cinismo, presunción de la que, una vez más, están exentos los antisistema de signo contrario. El blindaje moral de estos últimos se plasmó aquel 11 de septiembre de una forma ciertamente singular: ningún medio de comunicación, ni siquiera éste, calificó la agresión ultra contra los representantes de la Administración autonómica catalana con la única palabra que no venía a contrapelo: escrache. 

Recuerden, asimismo, cómo al poco de que se produjeran las primeras detenciones, la mayoría de los diarios pusieron el grito en el cielo ante la posibilidad de que el suceso se saldara con multas de 300 euros. No parece de recibo, en fin, que vuelvan a ponerlo ahora, cuando lo que se pretende es subsanar esa deficiencia.

De todos modos, es esta una esquizofrenia perfectamente acomodada en el pensamiento progresista español, el mismo que denunció con ahínco (¡Orwell, Orwell!) que hubiera cámaras en las calles y hoy celebra aliviada que la calle sea un inmenso plató.


Libertad Digital, 20 de noviembre de 2013

jueves, 14 de noviembre de 2013

Miedo escénico

El diputado Fernández ha exhibido con inusitada crudeza lo que, desde hace unos años, es un rasgo cardinal de la política catalana: la ínfula literaria. No en vano, Rodrigo Rato no sólo hubo de soportar las grotescas invectivas del cupaire; también hubo de lidiar con su afectación escénica, deudora en alguna de sus aristas de los soliloquios de Pepe Rubianes, Ada Colau o Leo Bassi.

A semejanza de Carod-Rovira, quien creía sin ambages que la política había hurtado al periodismo a un articulista de fuste, Fernández no pierde ocasión de rezumar intelectualidad, ya sea evocando a Salvador Espriu en su blog o ilustrando un artículo en la edición catalana de El Mundo con una cita de Leonardo Sciascia. Tal es su arrobamiento ante la diosa Cultura, su ardor filológico, que no ve el momento de gritarle al mundo que él, antes que a diputado, aspiraba a émulo de Darío Fo, a situacionista a la manera de Vila-Matas, a Alfonso Sastre de la plaza Rovira.

No obstante, y visto lo visto en su performance del martes, tal vez estemos ante un discípulo del editor italiano Giangiacomo Feltrinelli. No, no lo digo por su labor en el semanario Directa, sino por la clase de preguntas que planteó (¡a sandalia quitada!) a Rato, y cuya eficacia propagandística se resume en que a punto he estado de escribir "el bueno de Rodrigo". Me refiero, sobre todo, a las preguntas "¿Sabe lo que es esto?" y "¿Usted tiene miedo?".

Porque "¿Sabe lo que es esto?", en el contexto en que fue formulada, esto es, tras haber desenvainado la alpargata, nada tiene que ver con la oratoria política; más bien guarda el eco de esas muletillas con que torturadores tipo Billy el Niño apretaban las clavijas al rojo de turno. Porque "¿Usted tiene miedo?" es un tipo de puntilla que sólo se permite quien, de nuevo, mantiene una relación con su interlocutor, ya convertido en guiñapo, de sometimiento físico. Porque "¿Usted tiene miedo?" pertenece a la semántica del violador, del serial killer, del secuestrador. Porque "¿Usted tiene miedo?", dicho así, con el retintín del que, en efecto, lo ejerce a quemarropa, es lo que probablemente le espetaron a Ortega Lara o le descerrajaron a Miguel Ángel Blanco.

 Esta mañana, en Els Matins de TV3 (ver artículo de Pablo Planas), Fernández ha declarado que, poco antes de su intervención, un escalofrío le recorrió el espinazo, y que decir lo que dijo le provocó cierta tensión. El prurito del virtuoso, claro, salvo por el detalle de que lo suyo no es teatro del absurdo, sino un psicodrama perfectamente real.



Libertad Digital, 13 de noviembre de 2013

El cantor de las maracas blancas

Me habían invitado a la cena de la peña taurina Mario Cabré y, como quiera que no sabía de su existencia, me asomé a internet. Google me trajo un alud de artículos sobre el célebre galán, pero ninguno sobre la peña que lleva su nombre. El periodista que, en una suerte de cooptación gremial, me había abierto las puertas de la entidad, debutaba también esa noche, avalado a su vez por un colega que, por todo detalle, le había hablado de la segura presencia de algún que otro patricio barcelonés. Pregunté a mi amigo Oriol Trillas, taurino de pro, y tampoco él sabía nada al respecto. Mi benigna inopia, tan desprejuiciada, y el hecho de que el encuentro se celebrara en el Colegio de Médicos, en la parte alta de la ciudad, me llevaron a fantasear con la posibilidad de conocer, de primera mano, las entrañas de una sociedad secreta. No iba desencaminado. Después de todo, qué otra cosa son los pijos.

Ya en la mesa, supimos que la peña Mario Cabré no era taurina, sino cultural, mas el nombre resultó aún más inexacto que el adjetivo.

—¿«Peña», dices? —se revolvió la dama que se sentaba a mi izquierda. —No, no, de peña nada; club, más bien.

El promotor del club era el psiquatra forense Leopoldo Ortega-Monasterio (hijo del insigne compositor de «El meu avi», José Luis Ortega Monasterio, este, sin guión). No bien los comensales tomamos asiento, Leopoldo se dio un garbeo por las mesas para tomarnos la filiación, sin desprovechar la ocasión para bromear sagazmente con los caballeros y adular graciosamente a las señoras. Leopoldo, digámoslo ya, parecía salido de una película de teléfono blanco, o acaso de una novela nitrogenada de Eduardo Mendoza.

El leitmotiv de la velada era Menorca, lugar de veraneo de los Ortega-Monasterio y, según me pareció por algunos comentarios, de buena parte de los invitados (sospecho que los únicos que no disponíamos de residencia en la isla o en alguna de esas aldeas potemkin que son el Ampurdán o la Cerdaña éramos, ay, los chicos de la prensa). Por si quedaba alguna duda de que nos habíamos infiltrado en una manada de ricos, la sufrida ensalada que nos sirvieron de primero y el rosbif de ultratumba que hizo el segundo vinieron a despejarla. No en vano, el pésimo gusto por las cosas de comer es condición de alta cuna en Cataluña desde tiempos inmemoriales.

Llegados los postres, Leopoldo subió a la tarima y, micrófono en mano, evocó sus veraneos en Menorca mientras, sobre una pantalla tamaño cinexín, se iban sucediendo estampas familiares. «Aquí estoy con papá…» «En esta otra, con mis hermanos…» «Ah, los pescadores»… Por supuesto, ninguno de los clubbers hablaba en catalán; cuando menos, ninguno de los que yo alcancé a oír, que fueron unos cuantos, entre ellos los marqueses de Alella y los condes de no recuerdo qué erial. Quienes sí lo hablaban eran los dos indígenas que Leopoldo había mandado venir de la misma Menorca, y que ahora se disponían a ofrecernos un recital de canciones marineras a mayor gloria de Ortega padre. El catalán, en efecto, fue durante un lapso de la noche barcelonesa la lengua del servicio, como en los viejos buenos tiempos en que, ni que decir tiene, seguía instalada aquella troupe. A diferencia de lo que sucede con los cuadros flamencos de los señoritos andaluces, que normalmente cenan sobras en la cocina, los dos especímenes baleáricos habían cenado en una mesa contigua a la nuestra. El cometido de su actuación, según deduje, fue abrochar la remembranza veraniega esbozada por Leopoldo. Lo que no ya no sé si estaba previsto es que la luz mortecina y las sucesivas prórrogas del concierto, insólitamente springsteeniano, acabaran por despertar no ya bostezos, que también los hubo, sino ronquidos que, dado el público, no podían ser sino ostentóreos. Cuando ya el recital agonizaba, la dama de mi izquierda me susurró que ya faltaba poco para lo bueno. «Para el número fuerte», precisó, «que es lo que todos, en realidad, venimos a ver».

Volvía a ser el turno de Leopoldo, que se arrancó con «Violetas imperiales», sosteniendo en vilo la nota de «Españaaaaaaa» como si prolongara no supe qué, si una verónica o un orgasmo. El público, su público, murmuraba la canción entre bamboleos; no, no es que se la supieran, sino que la letra se iba proyectando en la pantalla. ¿Un karaoke? Más bien los años cincuenta con power point. Cuando Leopoldo atacó «Amar y vivir» hubieron de contenerme, pues hice ademán de saltar a la palestra para remedar un dúo, y al fin vencer. Y otro tanto le ocurrió a uno de mis colegas cuando anunció «Tuna compostelana», ya la cuarta planta del Colegio de Médicos viniéndose abajo de pura felicidad. «Si en la facultad de periodismo no hubiera habido tanto capullo, habríamos tenido una tuna como Dios manda», y siguió a lo suyo, secundando con graciosa marcialidad a Leopoldo, que a esas horas era ya el gran Leopoldo, y uno había de decir su nombre mascando esquirlas de neón.

Antes de irnos, Leopoldo improvisó una votación. «Se trata de votar si nos seguimos viendo los viernes, que tienen la ventaja de que podemos trasnochar más y la desventaja de que hasta el sábado no podemos ir a nuestras casas de fin de semana, o el jueves, que tienen la desventaja de que al día siguiente algunos trabajamos».

Por una vez en mi vida, estuve con el bando ganador. 



Jot Down, 8 de noviembre de 2013

Canal 9 y la ley de Mahoma

La carta publicada por Iolanda Mármol, corresponsal de Canal 9 en Madrid, tras el anuncio de cierre de la cadena es, sin duda, la mejor razón para cerrarla. Ya en sus inicios, cuando el resto de las televisiones autonómicas aún se hallaban tocadas por el halo de inocencia que otorga lo virginal, Canal 9 se mostró más concernida por contentar las pulsiones del bajo vientre que por el mandato de promoción de lo vernáculo. Con el programa Tómbola, que inició sus emisiones en 1997, la cadena valenciana se hizo un hueco en el hall of fame del mamarrachismo televisivo. La verdadera telebasura, no obstante, consistía en la vistosidad con que se daba jabón al presidente de turno. En eso, ciertamente, Canal 9 fue un dechado de transparencia, ahora que esa cláusula se ha puesto tan de moda. No en vano, ni siquiera se puede hablar de servidumbre política, puesto que a efectos prácticos (y fácticos) Canal 9 siempre fue el poder mismo, la primera consejería del Consell.

La gran marca de la casa, no obstante, no fue el horrísono sigilo con que sus noticiarios tramitaban cualquier asunto que salpicara a los populares, sino su furibundo anticatalanismo, en respuesta al no menos furibundo pancatalanismo de TV3. Es fama que la gota malaya de los Països Catalans contribuyó decisivamente a modelar una identidad, la valenciana, hasta entonces carente de aristas. Al nacionalismo catalán, siempre sensible a la preservación de las minorías, le cabe el mérito de haber fundado el valencianismo moderno. Contra sí mismo, sí, nadie es perfecto; ni siquiera los valencianos. "Valencianos", sí, digo bien. Porque, paradójicamente, los activistas que desde Cataluña más han destacado en la defensa de la entelequia Països Catalans no han sido sino valencianos. Gentes como Vicent Sanchis, Vicent Partal, Isabel-Clara Simó o Alfons López-Tena.

Volviendo a Mármol y su denuncia (a toro pasado) de que le exigieron que de Zaplana sólo saliera su perfil bueno, o de que le prohibieron dar la noticia del cheque-bebé de Zapatero, o la obligaron a cantar las excelencias de Terra Mítica… Tan sólo una cosa: Iolanda, cielo, ya lo sabíamos. Y otra más: el periodista que se deja manipular es, cuando menos, copartícipe de la manipulación. Lo que debe concluirse, en fin, de esa lista mourinho con que te abres las carnes no es que los políticos compren, que va de suá, sino que tú te dejaste comprar.



Libertad Digital, 6 de noviembre de 2013

Inmaculados

El auge del soberanismo en Cataluña parece haber despertado del letargo a una serie de autores que, en los últimos veinte años, apenas habían opuesto reparos al nacionalismo. Uno intuía que, dada la naturaleza de algunas de sus propuestas intelectuales, el pensamiento pujolista les debía de parecer un incordio, pero era imposible saberlo, porque lo cierto es que sólo afilaban el verbo con el Partido Popular. Cuando se les inquiría acerca de esa condescendencia, argüían que el conflicto identitario les resultaba ajeno, y que, en cualquier caso, quienes se mostraban críticos con el nacionalismo eran en verdad nacionalistas de otro signo. Y así, entre vapores, seguían a lo suyo, excretando estupendísimas novelas sobre los confines de la amistad o indagando en las claves del descrédito de la política.

Fui de los ingenuos que creyeron que, con la aparición de Ciutadans, y dado que entre los autores del manifiesto seminal había tipos tan encantadoramente marcianos como Félix de Azúa o Ferran Toutain, se produciría una suerte de eclosión intelectual por la que, al fin, el nacionalismo se situaría en el punto de mira de las plumas más finas, sagaces y elegantes del país. Un ingenuo, ya digo, porque lo que sucedió fue que los ausentes tomaron Ciutadans como unidad de medida para calibrar lo que jamás habrían de decir. Y así, por ejemplo, Elvira Lindo rehusó firmar el Manifiesto por la lengua común después de haber sido boicoteada en su pregón de las fiestas de la Mercè por emplear el castellano.

Pero en los últimos tiempos, repito, y como consecuencia de la amenaza de secesión propagada por Artur Mas, proliferan los artículos de gentes que, ahora sí, creen llegado el momento de decir esta boca es mía, quién sabe ya si a beneficio de inventario. Pienso, digámoslo ya, en hombres como Andrés Trapiello, Jordi Soler, Manuel Cruz, Enrique de Hériz o Miguel González. No, no se apuren; las más de las veces logran salir del empeño sin un solo rasguño y, por supuesto, habiéndose ciscado lo suficiente en España como para no los confundan con gentuza. Bien pensado, sería una lástima que, después de tantos años mirando para otro lado, ahora, justo en la zona cesarini, fueran a tildarles de anticatalanes. A ellos.

(Ah, los nombres. Verán, creo que en estos casos es más nocivo ocultarlos, como hizo el ministro Montoro cuando acusó a (algunos) actores españoles de evadir impuestos. ¡No, si yo al Partido Popular también sé criticarlo!).



Libertad Digital, 31 de octubre de 2013  

jueves, 24 de octubre de 2013

Indignados, pero éstos de verdad

En funesta correspondencia con los recortes sanitarios o educativos, este tiempo nos trae la excarcelación de una serial killer en nombre de los derechos humanos, esto es, un recorte moral. En este caso, no obstante, no habrá más respuesta popular que la de las víctimas, que, a lo sumo, recibirán el apoyo de un puñado de ciudadanos. La melindrosa apatía que, históricamente, ha mostrado la ciudadanía española ante el terrorismo; ese delicado desdén por quienes han tenido la desgracia de sufrir en sus carnes el disparo a quemarropa o el coche bomba, tiene tanto que ver con el miedo como con la holgura, tanto que ver con el espanto como con la abundancia.

Al día siguiente del intento de golpe de Estado del 23-F hubo en Barcelona una manifestación. Arcadi Espada lo cuenta en Contra Catalunya: 

La noche del 24 de febrero de 1981 yo tenía veintitrés años, llovía y hacía mucho frío en Barcelona, y era uno de los dos mil que habíamos considerado necesario participar en la movilización ciudadana contra el intento de golpe de Estado. Esa noche se me cayó la cara de vergüenza y es probable que la cara siga en el suelo desde entonces. Había soportado muy escocido el hecho de pasar las primeras horas del golpe de Estado en la habitación de que disponía en casa de mis padres, escuchando la radio como un bobo y tomando notas de alta semiótica: bajé a las Ramblas y sólo vi al cantante Raimon que iba preguntando con la mirada, como yo, sólo que él debía de tener las respuestas, por adulto y por poeta.

Y Federico Jiménez Losantos lo refrenda en La ciudad que fue:

Nunca lo sentí tanto y tan claramente como una noche que me llevó a las orillas del llanto político (...) Fue la del 24 de febrero de 1981, al día siguiente del golpe de estado del 23-F (...) Hacía frío. Era de noche. Por el Arco de Triunfo abajo, camino del Parlamento de Cataluña, desfilaban los demócratas catalanes en oposición al golpe y en defensa de la democracia. Pero apenas desfilaba nadie. Cuatro gatos, si se comparaba con Madrid: los mismos que nos manifestábamos contra Franco. 

Ahí estaban los dos, ateridos ante la evidencia de que no eran un millón; de que, a la hora de la verdad, poco se sintieron concernidos ante la amenaza que el golpismo representaba para la democracia; una amenaza mucho más verosímil y objetiva que el hecho de que el ministro Acebes cocinara la investigación del 11-M. En cierto modo, con el terrorismo ha ocurrido otro tanto. Apenas cuatro gatos se han sentido concernidos, y las víctimas han sido vistas como una secta simétricamente rencorosa, hasta confundirse en un bucle con los asesinos, ya convertidos en victimarios. Era decir "víctimas" y que te dijeran "Bueno, claro, son víctimas", como si lo sensato fuera relativizar su enajenación en lugar de hacerla nuestra. 

Este verano, a propósito del descarrilamiento del Alvia en Santiago, Ricardo y Nacho esculpieron en El Mundo una viñeta que decía "80 muertos y 47 millones de heridos". Ése es el detalle que nos ha pasado por alto.


Libertad Digital, 23 de octubre de 2013

Españolistas vs espanyolistas: un relato catalán

Hace aproximadamente un año, el entonces presidente del RCD Español, Ramón Condal, suscribió un convenio de apoyo a la internacionalización de las 'selecciones nacionales catalanas', alegando que el Español no podía quedarse al margen de lo que él mismo calificó como 'iniciativa de país'. No había transcurrido una semana cuando la peña españolista La Toga Perica, integrada por juristas, remitió una carta a Condal en que hacía constar su "profundo malestar" por el apoyo del club a lo que, según juzgaban, era "una maniobra de claro sesgo ideológico que vulnera[ba] de plano la filosofía de nuestro club "y "dinamita[ba] la imprescindible neutralidad política que ha de mantener por respeto a la pluralidad ideológica de sus socios y accionistas". 

No fue la única peña que se pronunció al respecto. En cuanto hubo partido en Cornellá-El Prat, La Curva, el grupo ultra que ocupa el fondo Cornellá ( léase 'ultra' en su acepción de 'foco de animación', si bien es cierto que muchos de sus miembros provienen de las antiguas Brigadas Blanquiazules, éstas sí, ultras a lo largo y ancho del término); La Curva, decíamos, recibió al equipo al son del '¡Que viva España!', pasodoble que en boca de sus integrantes adquiere un brío inequívocamente marcial. El cántico desató la silbatina de un sector de la tribuna, lo que a su vez encendió los ánimos de los hinchas que, si bien jamás incurrirían en el mal gusto de entonarlo, no consideran que hacerlo merezca reproche alguno. Había bastado con que Condal se enfundara la camiseta de Cataluña para que la grada se convirtiera en un avispero. 

Conviene tener en cuenta que no hacía ni un mes de la manifestación del 11 de septiembre de 2012, que había reunido a 350.000 nacionalistas en las calles de Barcelona. La adhesión del presidente del Español al cónclave 'proseleccions' tenía algo de seguidismo, cuando no de mimetismo a secas. Aquellos días, en efecto, la efervescencia soberanista convirtió el repudio a España en una muestra de 'normalidad institucional' y cualquier disidencia al respecto pasó a ser considerada poco menos que un crimen de lesa patria. Por otra parte, Condal era un presidente en el disparadero. Su aciaga gestión tocaba a su fin, por lo que su decisión de arropar a Artur Mas debió de verse afectada por el 'síndrome del convento'. En el supuesto, insisto, de que hubiera decidido algo, más allá de dejarse mecer por la consigna 'Independència'. 

No obstante, lo que de veras respaldaba la deriva soberanista de Condal era la historia reciente del RCD Español.

Todo empezó cuando, a finales de los noventa, la directiva, entonces presidida por Daniel Sánchez Llibre, suprimió la 'ñ' del nombre oficial e incrustó en su lugar el dígrafo 'ny'. La mudanza obedecía al propósito de dulcificar la imagen del club, comúnmente asociada al más bronco españolismo (valga la redundancia), para que aquélla resultara menos indigesta o, por decirlo en neolengua, más políticamente correcta. No en vano, el cambio de decorado acaecido con el pujolismo había convertido al RCD Español en un grumo en el paisaje, en una anomalía cuya expresión más palmaria era el viejo Sarriá, en el que resultaba imposible dilucidar dónde terminaba la solera y dónde comenzaba la mugre, y donde todo, desde las banderas inconstitucionales (cuando no directamente delictivas) hasta la venta de carajillos, parecía tener las horas contadas.

Sarriá fue el escenario en que se consumó la epopeya de Sócrates, Rossi y Maradona en el 82, sí, pero también evocaba el lado más luctuoso del deporte rey, el de las tragedias Heysel, Valley Parade o Hillsborough. La demolición del estadio y el posterior traslado a Montjuïc, con la consiguiente pérdida de protagonismo de las Brigadas Blanquiazules, allanaron el camino a la directiva en su afán de desterrar la 'eñe'.

Inútiles esfuerzos de 'integración'

La renuncia al castellano, no obstante, no suscitó ninguna muestra de calidez entre la Cataluña biempensante; antes al contrario, en la ofrenda floral al monumento a Rafael de Casanova, con motivo de la Diada, los insultos y escupitajos a la delegación del Español se hicieron cada vez más habituales. De ahí, tal vez, que la directiva de Sánchez Llibre creyera necesario deshacerse del himno bilingüe para, luego de una desdichada adaptación al catalán, acabar adoptando una tonada candorosa que jamás ha tenido la más ínfima repercusión en el cancionero de la hinchada. Ni que decir tiene que ese horrísono 'Jo t'estimo Espanyol' que hoy en día esputa la megafonía de Cornellá tampoco ha levantado adhesión alguna entre los custodios de la bondad universal. De hecho, ni siquiera la erradicación de las Brigadas Blanquiazules y la volatilización de las banderas españolas hizo que el Español resultara agraciado en el reparto de salvoconductos de catalanidad. Ni siquiera la erradicación de las Brigadas Blanquiazules y de las banderas españolas hizo que el Español resultara agraciado en el reparto de salvoconductos de catalanidad.

Entretanto, la peña Juvenil se ha desgajado de la Curva para ocupar uno de los altos del fondo Prat, en lo que se antoja un calco del destierro que ese mismo grupo vivió en Sarriá en junio de 1997, después de que sus miembros recibieran amenazas de las Brigadas Blanquiazules. En aquella ocasión, la discordia entre ambos grupos se debió a la negativa de la Juvenil a seguir enarbolando rojigualdas, aunque lo cierto es que, como acostumbra a suceder en esta clase de trifulcas, las banderas enmascaraban una disputa de largo aliento por el reparto de entradas, aderezada por el odio africano, indesmayable, que se profesaban Jota, entonces jefe de la Juvenil, y Freddy, a la sazón líder de Brigadas. Ahora, los miembros de la Juvenil acusan al núcleo duro de Curva de volver a las andadas, esto es, de reavivar el nacionalismo (español) en el graderío, dinamitando uno de los principios fundacionales de la propia Curva, cual es la neutralidad política, la misma neutralidad que invocaban los juristas de La Toga Perica en su diatriba contra Ramón Condal.

Los actuales curveros niegan la mayor y recuerdan que las únicas banderas que se ven en la grada, además de las blanquiazules, son las independentistas. En efecto, basta un barrido circular para constatar que el giro catalanista de la directiva ha traído consigo un panorama inédito en el RCD Español, donde, históricamente, las banderas cuatribarradas no dejaban de ser un fenómeno marginal. La tortilla ha tardado quince años en caer, pero el vuelco es palmario. Ahora, mientras que la pericada ‘españolista’ sigue aferrada al compromiso, cada vez menos férreo, de no exhibir símbolos nacionales, la pericada catalanista considera que mostrar la senyera es poco menos que un síntoma de normalidad institucional. 

Una tensión-no-resuelta que, en cualquier caso, tiene al menos la virtud de evocar la pluralidad de Cataluña de una forma asombrosamente precisa; bastante más precisa, desde luego, que la representación de Cataluña que proyecta el Barça, varado desde hace siglos en el unanimismo o, por emplear la retórica de Vázquez Montalbán, en el desempeño simbólico de la función de ejército civil desarmado de Cataluña, y para quien el Español siempre fue un club de inadaptados. Aunque ésa, claro, es otra historia.


ZoomNews, 22 de octubre de 2013

Los nacionales

Mis primeros años de vida transcurrieron en un piso del número 55 del Paseo Nacional, en el barrio de la Barceloneta. La vía, transitada por camiones de gran tonelaje, discurría paralela a los antiguos tinglados, que ocultaban el mar a los transeúntes. A principios de los noventa, la reforma de la fachada marítima, enmarcada en la gran transformación que experimentó la ciudad con vistas a los Juegos, trajo consigo la demolición de los tinglados, lo que procuró a los lugareños una brisa enaltecedora y grandes atardeceres. Un año después de los Juegos, el Paseo Nacional pasó a llamarse Juan de Borbón en honor al Conde de Barcelona. Los Reyes de España descubrieron la placa inaugural el 23 de septiembre de 1993, aprovechando que ese día el Ayuntamiento de Barcelona les imponía la medalla de oro de la ciudad. Jaime Arias, que nos dejó el pasado viernes, glosó la visita real en un artículo para la eternidad. Aquella prosa conmemorativa, en efecto, cobra hoy aspecto de lápida. Lean, si no, la frase que abrocha el texto:

Justo es recordar que el President [por Josep Tarradellas] iba a Madrid respaldado por las principales fuerzas políticas y que, luego, Jordi Pujol  y los principales hombres de la coalición convergente, a la hora de la verdad, han mantenido una inalterada e inapreciable norma de ayuda a la gobernabilidad del Estado.

No hay una sola palabra que se tenga en pie. Ah, las muchas veces que embarranqué en ese mismo fraseo al final de un artículo, en ese instante en que las aduanas de la incredulidad se aflojan hasta lo indecible y cualquier silencio se da por bien empleado.

El 14 de marzo de este mismo año, el Ayuntamiento solicitó a la Ponencia del Nomenclátor que el Paseo Juan de Borbón volviera a llamarse Paseo Nacional. Convendrán conmigo en que la tentación metafórica es irresistible: el periodo borbónico se antoja, en efecto, un barbecho entre nacionales de uno y otro signo.

El veto a la fotografía del torero Padilla se encuadra en la ingente nacionalización del espacio público emprendida por el alcalde Trias; la única tarea, en realidad, que le granjeará una pizca de posteridad. Desde que llegó al cargo en junio de 2011, ha prohibido el rodaje de una escena taurina, ha prohibido que los autobuses urbanos anuncien un libro crítico con la gestión de Artur Mas en el apartado de la sanidad, ha convertido a Cristóbal Colón en un boixonoi, ha prohibido el rodaje de la serie Isabel, ha prohibido la instalación de una pantalla gigante para seguir la final de la Eurocopa, ha ordenado retirar de la Plaza de San Jaime la placa de la Constitución de 1837.

Para modernizar una ciudad se requiere audacia; para perpetuarla en el catetismo, en cambio, basta un cepillo. El de los nacionalistas es de cerdas metálicas, pues lo que pretenden no es borrar el toreo, o a Padilla, o la serie Isabel. No, lo que pretenden borrar es Barcelona. Y así dejar de odiarla.


Libertad Digital, 16 de octubre de 2013

jueves, 10 de octubre de 2013

Guía portátil de la Barcelona ocupada



Tras los pasos de Makoki (Salón del Cómic - Feria de Barcelona; Avda. Reina Maria Cristina, s/n)

Frente al salón del cómic de Barcelona se arremolinan cientos de adolescentes disfrazados de protagonistas de tebeo, susurrando a todo el que pasa si le sobra una invitación. Los siete euros que cuestan las entradas merecen el intento. La cola está a rebosar, pero avanza con marcial ligereza. Ya en el interior, me sorprende la extraordinaria sobriedad de algunas de las casetas. Más teniendo en cuenta la propensión del cómic a la exuberancia, al reventón onomatopéyico. Recuerdo entonces dónde estoy: en un evento levantado a pulso entre editores y lectores, gozosamente confundidos en una hermandad de trazas esotéricas. La verdadera singularidad del salón, no obstante, no es el burbujeo del público ni esos editores que parecen disfrutar con su trabajo, sino la ausencia de la Administración. No hay stands de la Generalitat. No está, por ejemplo, el Departamento de Cultura, omnipresente en todos y cada uno de los eventos culturales que se celebran en Cataluña; tampoco están la Dirección General de Política Lingüística o el Departamento de Comercio. No. Los tratos que aquí se ventilan sólo conciernen a feriantes y lectores, que en esta mañana luminosa se han constituido en sociedad civil, y lo han hecho en el sentido recto de la expresión, esto es, sin que medien subsidios. En Negra espalda del tiempo, el novelista Javier Marías se recreó en ese mismo sintagma del título, negra espalda... , para designar el lugar donde pervive el eco de lo que no fue, de lo que pudo ser y nunca ha sido. Pues bien, el salón del cómic es la negra espalda del tiempo de la cultura catalana. No en vano, de los 141 expositores tan sólo 4 tienen la web en catalán. Ante la retirada de la Generalitat, la vida se abre camino. Para mi gusto, tal vez de un modo excesivo. Recientemente, el periodista Ramón de España hablaba en El Periódico del nulo interés de la Generalitat por erigir el Museo del Cómic, un proyecto mil veces postergado. Había en su columna una probable y genuino porqué: "Catalunya ha sido tradicionalmente la fábrica de la historieta española, pero el grueso de la producción -por imposición, comercialidad o lo que quieran- está en la lengua del opresor, por lo que resulta muy difícil aplicarle el término 'nacional'... A no ser que por 'nacional' se entienda 'español', se requiera la colaboración del Ministerio de Cultura y se considere el supuesto museo un equipamiento cultural español instalado en Barcelona (o Badalona). O sea, lo que el Musée de la Bande Dessinnée de Angulema es a Francia. Y para eso no hay la más mínima voluntad: mejor gastárselo todo en las ruinas del Born, que sí se prestan al rendimiento emocional." Parece el párrafo de un libro de historia, de tan cierto.

http://www.ficomic.com/


Masoquistas del séptimo día (Estadio Cornellá - El Prat; Avda. del Baix Llobregat, 100 - Cornellá de Llobregat)

El estadio de Cornellá-El Prat linda con un centro comercial que no difiere en nada de los de su género. Los días de partido, los hinchas deambulamos por el centro ataviados con camisetas blanquiazules, formando corrillos en torno a bares, cafés y terrazas. En invierno, el paisaje evoca la glacial pulcritud de los estadios alemanes, y en primavera, en cambio, recuerda una de esas macrocarpas donde se reúnen las hinchadas que acuden a las finales de copa. Ninguna de ambas estampas, sin embargo, puede hacer olvidar el carajilleo de ultratumba del viejo Sarriá. Hoy, nada más entrar en el centro comercial, me he encontrado con el periodista Enric González, que, en un librito delicioso, Una cuestión de fe, rememora el ambiente de aquella grada. No nos conocíamos; soy yo quien le sale al paso con el entusiasmo del cazautógrafos. Tras presentarme, le felicito por su más reciente libro, Memorias líquidas. González agradece la cortesía y, haciendo acopio de humildad, matiza mis elogios: "No es más que un currículum comentado". Habla del libro con graciosa inapetencia, como queriendo dar a entender que va más con él la cerveza que lleva en cabestrillo, y a la que va dando sorbos, que el hecho de ser un autor de culto. "¿Vienes habitualmente?" "Sí", y trato de forzar un gesto que denote resignación, pero me temo que no lo logro. El Español-Valencia se convierte, en los minutos finales, en un carrusel de goles que lleva a ambas hinchadas al desquicio. En su artículo del lunes en El Mundo, González alude someramente a esos 10 minutos de pim-pam-pum. Yo buscaba absurdamente reconocerme en algún párrafo, como ese poeta que dejar huella quería, pero el periodismo va en serio, más en serio que la vida.

http://www.rcdespanyol.com/


Tren nocturno a Europa (Restaurante Lázaro - Aribau, 146 bis)

El restaurante Lázaro, en la calle Aribau, se resume en un salón cuadrangular que, antes de llegar a la cocina, rompe en un reservado de aire confuso, como suelen serlo en Barcelona algunas trastiendas. En una de las dos mesas de esa salita (la que queda a mano derecha según se entra) se sienta habitualmente la vieja guardia del pujolismo, encabezada por los ex consejeros Francesc Sanuy y Joan Guitart. En el salón propiamente dicho, las mesas están dispuestas en sendas hileras, lo que hace que parezca un vagón restaurante. En una de esas mesas suele comer el periodista de La Vanguardia Llàtzer Moix, al que he visto a veces acompañado del escritor cubano Ernesto Hernández-Busto y del novelista Ignacio Vidal-Folch. Por lo común, no obstante, Llàtzer come solo, si bien su mesa no inspira precisamente soledad, sólo un gozoso, templado retiro. Debe de ser por el vino, que Llàtzer paladea con sobriedad medicinal, o por los periódicos extranjeros con que entretiene la mirada. Dos mesas más allá, justo en el rincón, el escritor Josep Maria Espinàs conversa plácidamente con su mujer, Lina Luján, hermana del fallecido Néstor, que en sus últimos días se hacía llevar al hospital las míticas croquetas de jamón que prepara Fina. La hermana de Fina, Carmen, que oficia en sala, me cuenta que hace unos días se celebró en Lázaro un homenaje a Espinás, con motivo de la publicación de su antología Una vida articulada. Junto a la caja reposa un ejemplar, como es costumbre en Lázaro con las obras que publican sus clientes. No veo expuesto, por cierto, En nombre de Franco, de Arcadi Espada, que recibe en Lázaro los jueves. Dado el título ("para mayores de 18 años", ha puntualizado el autor) y, sobre todo, dado Cataluña, uno tiene la tentación de pensar que la ausencia del ejemplar obedece a la voluntad de Carmen y Fina de no herir sensibilidades. "No es eso, no", aclara Carmen, y relata entonces que hace años atendía el comedor una camarera colombiana a la que, obviamente, tanto ella como Fina se dirigían en castellano. Para un cliente de la mesa del pinyol no resultaba tan obvio, y así se lo hizo saber a Carmen, aduciendo que hablarle en castellano a la camarera era faltarle el respeto. A lo que Carmen repuso que ella, en su casa, hablaba lo que le daba la gana. Y Dios en la de todos. Lázaro, en efecto, tiene algo de café de Rick. Ante las croquetas de jamón, los callos con garbanzos o el bacalao a la llauna de Fina, incluso los más conspicuos defensores de las multas lingüísticas miran para otro lado. Por lo demás, lo que da perfecta noticia de la catalanidad de Lázaro no es su naturaleza microcósmica, sino que todavía no haya merecido un libro.

http://www.restaurantelazaro.com/


Historia de dos ciudades (Bar Sándor - Plaza Francesc Macià, 5; Bar Marsella - Sant Pablo, 65)

Sillas con el logo de Martini, mesas de pie de forja, camareros antañones, limpiabotas en la puerta. No vendían penicilina en la barra, pero como si lo hicieran. El bar Sándor se extinguió como se extinguieron la Casita Blanca o los merenderos de la Barceloneta. No obstante, y a diferencia de esos establecimientos, el Sándor apenas motivó un par de necrológicas en la prensa barcelonesa, que ha hecho de la mojigatería una divisa. Hubo incluso una cronista que, entre vahídos, le echó la culpa a los tres euros que costaba el agua. Como si beber rodeado de industriales arruinados hubiera de resultar barato. Al otro lado de la balanza, en lo que fuera el Chino, está el bar Marsella, uno más entre los cientos de locales de la franquicia ibérica El Rincón de Hemingway. Al parecer, el contrato de alquiler toca a su fin y el propietario del inmueble ya ha comunicado a los dueños que no habrá prórroga; entre otras razones, porque pretende rehabilitar el edificio, lo que implica derruir los bajos donde se halla el bar. A diferencia del Sándor, el cierre inminente del Marsella ha provocado una cascada de crónicas a cual más sentida, y en el portal de peticiones Change.org, la causa abierta por la paralización del cierre del cierre del Marsella va camino de las 5.000 firmas. Los promotores del manifiesto invocan la memoria colectiva y el patrimonio cultural de la ciudad. Nada, en fin, que no pueda utilizarse en nombre del Sándor. El prestigio de la mugre, que no se atiene a razones.


Ocaña la Nuit (bar Ocaña - plaza Real)

Federico Jiménez Losantos llegó a Barcelona en 1971 para cursar Filología Española y acabó gozosamente engullido por la agitación política y la promiscuidad intelectual del momento. En un pasaje delicioso de su libro de memorias La ciudad que fue, cuenta Losantos que "en esa época era un efebito con cierto éxito en el gremio homocultivado, es decir, entre la loca neoclásica y la locaza posmoderna, así que las insinuaciones o persecuciones no eran infrecuentes". Una de las locazas que se le insinuó fue Ocaña, íntimo de quien fuera su cómplice en mil y una aventuras, Alberto Cardín. Pintor mariano y, sobre todo, ramblero de pro, Ocaña fue uno de los grandes iconos del espíritu del 75, el artista que galvanizó, con su tronío arrabalero, el movimiento contracultural barcelonés. Desafortunadamente, sigue siendo eso, un icono, un apunte simbólico en un lienzo reservado al antifranquismo oficial. Al vacío de las instituciones se une la circunstancia, ciertamente luctuosa, de que la industria editorial barcelonesa no haya sido capaz, en treinta años, de propiciar una biografía de José Pérez Ocaña, un hombre al que, pese a todo, algunos barceloneses siguen recordando afectuosamente. En el número 12 de la plaza Real, donde residió el artista, todavía se conserva la placa con que, un año después de su muerte, le rindieron homenaje amigos como Nazario, Pedro Martínez Mora o Pep Torruella. Así lo recordaba Nazario en su Plaza Real Safari, en un pasaje que da noticia del vigor cívico de los barceloneses de entonces, y ello pese a la ausencia absoluta de subvenciones. O quizá por ello mismo:

"En el aniversario de la muerte del pintor Ocaña (septiembre del 84), sus amigos decidimos hacer una fiesta/homenaje en su honor. Pep Torruella se encargó de reunir todos los cuadros y colgarlos dentro de las arcadas a lo largo de toda la plaza que previamente habían desalojado de mesas y sillas. Por la mañana, ataviados con trajes de torero, flamenca o mantillas, asistimos al descubrimiento de una lápida recordatoria de terracota con angelitos de colores, copia de un cuadro suyo, que fue colocada en el rincón del número 12, siendo hoy lugar de peregrinación de meadores y fans. El "Guti" se encargó de descubrirla ante la presencia de los familiares de Ocaña y numerosos amigos (Solé Barberá, Ventura Pons, Nuria y Montse, Ester, etc.). Nosotros cogimos una borrachera gordísima y nos pusimos a bailar sevillanas desaforados en una tarima. Por la tarde, la "Fernanda" y su grupo de alumnos, que habían acudido a la plaza vestidos de flamenca en coches de caballo, ofrecieron una actuación de sevillanas. Luego fue proyectada en la pantalla la película Retrat intermitent de Ventura Pons, con Ocaña como protagonista. Els Comediants colocaron un sol enorme que pendía sobre la fuente sujeto con cables a las balaustradas. En vista del éxito de este homenaje y tras comprobar que la plaza no era un lugar tan peligroso como muchos temían, la coordinadora de Fiestas y Festejos del Área de Cultura, Marta Tatjer, decidió organizar otra fiesta/homenaje a Ocaña, esta vez en serio y con una subvención, que coincidiría con las fiestas de la Mercé."

Nazario no lo dice, pero él, como se aprecia en algunas de las fotos que circulan por la red, iba aquella tarde vestido de torero; no disfrazado, ojo, vestido. Por lo demás, resulta casi enternecedor observar el cálculo con que opera el poder, que primero olisquea la capacidad de convocatoria del acto y sólo luego se ¿arriesga? a subvencionarlo. 'Los barceloneses de entonces', decía, pero no todo está perdido. Hace poco más de un año, la familia Laguna abrió, en el tramo de soportal contiguo al número 12, el club Ocaña, donde confluyen de forma pasmosamente natural un café, una barra de cócteles, un bar y un restaurante. Unas veces me recuerda a un casinet de l'Empordà; otras, a un baño turco, y aun hay noches en que me ha llegado a parecer un gran café centroeuropeo. Debe de ser por su naturaleza eminentemente proteica por lo que, mediado el segundo gintónic, suelo jurarme en voz muy queda que el día menos pensado me quedo a vivir en cualquiera de sus barras. En cuanto a Losantos, a menudo me digo qué sucedería si de pronto apareciera en alguno de los locales que frecuentó de joven, en este Ocaña mismo. Después de todo (voy subiendo la voz) cómo no iba a tener derecho a su propia memoria el hombre que escribió este párrafo:

"Tuvimos la suerte de cumplir veinte años en Barcelona, de tener la ferocidad, la insolencia, la fe y la suerte de la juventud; [...] Recuerdo una noche en que llegamos pronto a Les Enfants y después de un par de horas bailando, nos fuimos al Colón, hasta que cerraron. Extrañamente, encendieron las luces y abrieron las puertas mientras sonaba un éxito de entonces: la versión de José Feliciano de Ché sará. Y cuando salía a la noche casi amanecida de las Ramblas yo oía la canción del joven emigrante italiano, como si me contaran mi propia historia, la incógnita que nadie podía despejar por mí [...] En la oscuridad lechosa de las cinco de la mañana, en aquella nocturnidad lívida aspirábamos el salobre olor del puerto, del mar sempiternamente oculto. [...] En aquellas madrugadas, la felicidad de lo por venir, la vivíamos con una sensación casi física de placer inextinguible".

Bien pensado, mejor no venga. Es una insensatez.

http://www.ocana.cat/es/


Clandestino (Speakeasy - Aribau, 162 (entrada propia por la calle Córcega)

Cada año, por Sant Jordi, el diario El Mundo da una fiesta en el Speakeasy, un restaurante que pretende recrear la atmósfera de clandestinidad de los tiempos de la ley seca. El local, que ocupa la trastienda de la coctelería Dry Martini, es también el almacén-bodega de este último, lo que favorece la pamema. Este año, la contraseña era "Montalbán-Bolaño-Moix", un guiño a los ausentes. Por supuesto, nadie la pide, es sólo un aderezo literario; otro trampantojo, si se quiere. Con ciertas fiestas ocurre como con el fútbol, que se ven mejor en diferido. Sólo al día siguiente sabré, por el retablo de fotos que acompaña la crónica de Leticia Blanco, que entre los invitados estaban la novelista Nuria Amat, el profesor Iván Tubau, el crítico teatral Marcos Ordóñez, el editor Rafael Borrás o quien fuera director de Ajoblanco, Pepe Ribas. En cambio se me aparecen con pavorosa nitidez la entrenadora de sincro Anna Tarrés, el concejal del PSC Jordi Martí o la corresponsal Núria Ribó. También está Antonio Luque, único integrante del grupo (¿?) Sr. Chinarro, y a quien se ve muy acaramelado con la periodista Llucia Ramis. Y el director de la tienda Santa Eulalia, Luis Sans, impecable como de costumbre. Ah, cuánto me hubiera gustado escribir los ecos de sociedad en un periódico indecente. El barman Javier de las Muelas, propietario del local, saluda a la concurrencia con un levísimo, frugal cabeceo, y lo hace, además, mientras alecciona a una camarera sobre el modo de llevar una bandeja vacía, que no es precisamente bajo el sobaco. Pero el verdadero anfitrión es hoy el director de la edición catalana de El Mundo, Àlex Salmon, a quien veo saludar a mi acompañante, una diputada de derechas que de cuando en cuando me saca de paseo. La gran virtud de este sarao es que le añade un punto de vicio al Día del Libro, una jornada que a mi juicio peca de relamida, de estomagante. A estas horas de la noche las rosas están ya mustias como una novia emputecida y los libros han perdido ese halo de infalibilidad del que han gozado desde primeras horas de la mañana. El consejero de Cultura, Ferran Mascarell, no está ni se le espera, lo que contribuye a engolfar el encuentro casi tanto como la ausencia de diputados de Iniciativa por Cataluña, a quienes no logro imaginarme con las bragas en la mano. Es precisamente cuando la fiesta agoniza y los últimos invitados nos diseminamos por el Dry Martini, en ese instante desmadejado en que falta ya poco para retirarse o liarla parda, cuando más impresión tengo de estar en un reducto de civilidad sin conciencia de serlo, lo que duplica su atractivo. Una Barcelona sin tutelas ni padrinos. Vuelvo a Montalbán, a Bolaño, a Moix. Quizás la clandestinidad no sea un guiño a los ausentes, sino a los presentes.

http://www.speakeasy-bcn.com/es/


Jot Down Nº 4 Rutas, junio de 2013