jueves, 4 de abril de 2013

En defensa de la democracia



Antonio Muñoz Molina se encerró el pasado agosto en la hemeroteca de El País y empezó a leer ejemplares de 2007. Aquellos volúmenes daban cuenta de una España hechizada por el dinero, presa de una desmesura insondable y que se permitía la frivolidad de incrustar en los periódicos necrológicas de franquistas y republicanos. La guerra civil, en efecto, era por entonces un caudaloso, horrísono afluyente de noticias, el capricho adolescente de un Gobierno al que le salían las cuentas, fiado como estaba a una fiebre del ladrillo que dio para costear proyectos demenciales. Muñoz Molina entraba en la pecera muy de mañana y salía después de comer, pero se llevaba consigo las trazas de aquel paisaje brutal, delirante, el de un país que, recordemos, ni siquiera era capaz de ponerse de acuerdo para honrar a las víctimas del terrorismo; a sus muertos. Tras cada zambullida en el pasado, en aquella Historia de anteayer, el novelista terminaba mecido en la misma pregunta: "¿Cómo es que ese ruido no nos atronaba?". En el intento de dar con una respuesta plausible (acaso el afán de sofocarla), fue hilando un discurso vibrante, franco, tonificante, una queja preñada de sensatez que aísla e identifica los grandes (y pequeños) males de la España democrática. Eso, en esencia, es Todo lo que era sólido. 

No gustará a los nacionalistas, ya sean vascos, catalanes o gallegos. Ni, por descontado, a ninguno de esos ínfimos y recónditos regionalistas que florecieron en nuestro país al calor de la Transición, pues uno de los leitmotivs del ensayo de Muñoz Molina es la denuncia del delirio identitario. (Hoy mismo, en El Mundo, el poeta catalán Àlex Susanna alababa el libro salvo "cuando aborda cuestiones como la de los males de las autonomías, [...] que no pueden sino enrojecernos de vergüenza ajena". A ese desagrado me refiero). Tampoco gustará a esa izquierda que, en materia pedagógica, ha abjurado del mérito, ni a los derechistas que tienen por toda hoja de ruta el desmantelamiento de lo público. Los dirigentes de los grandes partidos se verán igualmente retratados en su sectarismo, tan estridente como improductivo ("En ningún otro campo profesional se puede llegar más lejos careciendo de cualquier calificación, conocimiento o habilidad verificable"). Nadie, en suma, sale indemne de Todo lo que era sólido. Ni siquiera quienes hemos denostado el 15-M, un movimiento que merece el respeto del autor por cuanto tiene de germen democrático. Con todo, y a diferencia del Indignaos de Hessel, no es éste un llamamiento a la irresponsabilidad, ni un decálogo candoroso que invite a achacar nuestras desgracias al ominoso Sistema. Muy al contrario, Muñoz Molina viene a sugerirnos que entre el sistema y los hombres no hay una sima insalvable, y que el único modo de conjurar el riesgo de perderlo todo, todo lo que era sólido, pasa por colocarse frente al espejo y reconocer, en primer lugar, que carecemos de tradición democrática. Esa tradición, nos dice Muñoz, no surge de la nada, sino que es el fruto de un compromiso cívico que, en España, ningún Gobierno ni partido ha tratado de asentar, pues andaban ocupados exhumando cadáveres en las cunetas, desvelando naciones milenarias o alentando la burbuja inmobiliaria.  

¿Que cómo se inculca ese compromiso? El propio Muñoz acabará estas líneas: "Todo importa ahora entre nosotros. El que maneje dinero público que lo controle hasta el céntimo, y que esté dispuesto a responder de cada euro que gaste. El médico que recete la dosis más exacta posible de la medicina. El encargado de barrer la calle que la deje tan limpia como si estuviera barriendo su casa. Y el ciudadano que pase por ella que procure dejar el mínimo rastro de su paso".


Libertad Digital, 3 de abril de 2013

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