Si mis hijas vieran Jamón, jamón, del recientemente fallecido Bigas Luna, es probable que rompieran a llorar en la escena en que Javier Bardem atropella al cochino Pablito, o acaso en el instante en que Anna Galiena arropa al animal y lo mete en el frigorífico, o cuando lo sirven asado. Sospecho, en fin, que se pasarían media película llorando y otra media perplejas, y que así reaccionarían muchos de los espectadores que, en septiembre de 1992, vimos la película sin el menor aspaviento.
Y es que Jamón, jamón, que ya en su tiempo fue una brava
extravagancia, una esplendorosa cazurrada, evoca hoy un mundo
extinto, cuyas más salvajes excrecencias se han visto arrasadas por
el embate de lo políticamente correcto. Vean, sin ir más lejos, el
personaje de Bardem: se atiborra de ajos, es un entusiasta del toreo
furtivo (que practica en pelotas y a la luz de la luna) y, por
supuesto, prescinde del casco al ir en moto (o, más precisamente, al
ir en su 'Yamaha', pues en Bigas las marcas son, antes que un
artificio, un rasgo de humanidad; en eso se parece al mejor
Almodóvar). Bardem fuma, bebe, ama, juega, folla, come, ríe, y todo
lo hace marcando paquete, ufánandose de su condición de macho
ibérico; literalmente ibérico, además, no en vano trabaja
repartiendo jamones.
De hecho, todo lo que Bigas muestra en Jamón...
es de una literalidad exuberante, retadora, vigoréxica, una
literalidad que, insisto, ya en el momento en que se estrenó la
película suponía una quiebra del gusto imperante, dominado por la
metrosexualidad y la gazmoñería, ese magma feminoide que, al cabo,
propiciaría que todo un presidente del Gobierno dijera de su hija
que estaba "convidada a la vida".
Ni que decir tiene que ese Bardem, trasplantado a nuestros días,
rayaría en lo delictivo, pues todos sus actos resultarían
inmorales, ilegales o colesterolémicos, y si ya a principios de los
noventa era un hombre improbable, hoy sería exhibido en un museo
como aquel pobre negro de Bañolas. ¡Con ustedes, el Hombre de
Los Monegros! ¡Pasen y vean, señoras y señores (los niños, no: no habría suficientes psicólogos para exorcizar el trauma de ver a un hombre de verdad). Vista hoy, en efecto, la
película tiene algo algo de galería antropológica, porque Bigas
rescató al macho, sí, pero sobre todo nos devolvió a la mujer; a
la mujer comestible, también literalmente.
Lo asombroso no es tanto el prodigio en sí cuanto que lo lograra en
razón de su modernidad. Español a fuer de moderno y moderno a fuer
de español, sí, por eso la Cataluña oficial apenas le dio bola. Si
el toro de Osborne llegó a venderse en Vinçon, es por Bigas, que
añadió un punto de 'diseni' a lo que ya éramos: un hatajo de
vividores. Lo que Bigas no previó es esa horrísona bandera
rojigualda con el astado que ondea en las gradas de los estadios, pero claro, supongo
que tampoco Peret tiene la culpa de los Gipsy Kings.
No, Jamón no es una historia redonda ni Bigas se distinguió por saber
hilarlas. Fue, sobre todo, un cineasta de arrebatos,
un cocinero de proezas visuales, y Jamón no es una excepción:
apuntalada al comienzo por algo parecido a un andamio, se termina
desmoronando de un modo tan insólito que por momentos parece un autosabotaje. Paradójicamente, en ese trance Bigas nos brinda un fresco inacabable: el del sexteto de protagonistas, en lúgubre ménage à six, llorando una muerte de la que todos son, en cierta medida, responsables. También ese lienzo retrata los españoles, gentes de mal vino capaces
de matarse a jamonazos y convertir esa furibundia en una obra de arte. Como decía el personaje de Ángel de Andrés en Huevos de oro, su siguiente película, "serán los
garbanzos".
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