lunes, 9 de septiembre de 2019

¡Cuchíbiri, cuchíbiri!

Petitet, con la tía Pepi en la plaza del Pedró.
Homenaje a la rumba catalana, un género al que la peripecia del percusionista Petitet, llevada al cine por Carles Bosch, ha dado un feliz meneo. Rescoldo de una fiesta inacabable, el estilo que inventaron los gitanos de La Cera y el Raspall a partir de los cantos de Levante y el guaguancó habanero, resiste mal que bien el embate del reguetón. De la mano de Petitet, celebramos la memoria de Peret, El Pescadilla, el Gato Pérez y Palò, y nos asomamos al futuro, encarnado en Jackie Tarradellas y Laura Santos. Fotos: Eva Blanch

Gran Petitet. Fueron cuatro encuentros: tres en su oficina, el bar de Paralelo con Blay, en Poble Sec, donde recibe, y otro en la calle de la Cera, durante la sesión de fotos. Habíamos previsto un quinto, pero se entrometió la enfermedad que, desde hace siete años, le debilita los músculos, obligándole a desplazarse en una scooter para discapacitados. Miastenia, se llama, aunque él la conoce por mistenia. Cuando aparca el vehículo frente al portal, no obstante, parece estar apurando un privilegio, tal es su donaire. Petitet es el gran percusionista de la rumba catalana, el único que pudo discutirle el cetro al llorado Ricardo Batista, Tarragona. Admirado por los suyos y reconocido por la crítica, su salto a la popularidad llegó en 2018 de la mano del documental Petitet, de Carles Bosch, que recoge, a modo de dietario fílmico, el making of de una hazaña suburbial. En 2013, estando su madre, Suelu, al filo del último suspiro, el Petitet le prometió llevar la rumba catalana al Gran Teatro del Liceo, haciéndose acompañar de una orquesta sinfónica. Todo ello a coste cero; enredant per aquí y enredant per allà. Y así, liando a unos y a otros, el 17 de octubre de 2017, el Petitet besó el cielo de Barcelona. No sólo cumplió su promesa. Además, restituyó el esplendor del género y honró la memoria de sus antepasados, muy en particular la de su padre, Ramón Ximénez, El Huesos, primer palmero de Peret. Con ustedes, Joan Ximénez Valentí.

Mi primer trabajo fue como niño de Nocilla. Te explico: de crío solía andar por la calle con una guitarra. La calle es la calle de la Cera, sí, ¡el Bronx de la rumba catalana! Un publicista pasó una noche por el Raider, que era un bar que había en Ronda de Sant Pau con La Cera, me vio tocar la guitarra y le propuso a mi madre que anunciara un producto que estaba a punto de salir al mercado. Un cacao, dijo. Mi foto salió en unas vallas publicitarias y en la etiqueta del vaso. Todavía ha de correr alguno por casa, a ver si un día te lo bajo. Hice tres campañas, luego me creció pelusa y me dejaron de llamar. Por entonces ya tocaba el bongó, que era lo que de verdad me tiraba. El primero que tuve me lo fabriqué yo con una maceta vacía y una piel de burro sujeta con una goma. […] Fui precoz, muy precoz. A los 12 años me metí en un estudio de Belter, disquera de flamenco y rumba, y con 15 monté el cuarteto Tobago, con Johnny Tarradellas, Ramoncito Giménez y Rafalet Laceras. ¡Discorrumba, nen, hacíamos discorrumba! Luego vendría Rumbeat, con el que le dimos ventilador a Michael Jackson, Bob Marley, Wilson Picket, Stevie Wonder, Edith Piaf… Lo que daría por volver a esa época. ¡Estaba hecho un figurín! Hoy, cuando acabo de tocar, enseguida tengo a Joan [Joan Antoni Barjau, su manager] poniéndome la máscara de oxígeno. Pero no renuncio, no me da la gana. Me he hecho amigo de la mistenia. Sé que no quiere ni demasiada luz ni demasiado ruido, y trato de complacerla. […] He tocado para Marina Rosell, Carles Benavent, Albert Pla, Joan Manuel Serrat, Rosario, Ketama, Lolita, Raimundo Amador… ¡Ah, Raimundo, qué gigante! Y los americanos, claro. Una vez, en Musical Express, el programa de Àngel Casas, salió Tito Puente y dijo que en Barcelona había dos percusionistas: el Tarragona y yo. De mí ensalzó mi rabia y mi corazón. Palabras textuales, nen: “La rabia y el corazón del Petitet”. Me vine arriba, claro. Aún conservo sus pailas. Auténticas, ¿eh?; nada de chinas. Qué época, ay, ojalá volviera. […] La rumba catalana bebe del mambo, la guaracha, el guaguancó; los gitanos cogimos a Rolando Laserie, al Benny, a Celia Cruz, y los llevamos a nuestro terreno. Hoy veo a estos críos del barrio haciendo salsa, así, sin más… No pot ser, nen, no pot ser… […] He vivido grandes momentos, como cuando tocamos en las Olimpiadas. Quince días ensayando en el estadio. Yo veía aquellos muñecos de La Fura y pensaba “estos payos se han vuelto locos”. Pero qué bonito fue luego. […] La película de Carles me ha dado popularidad, sí, pero yo antes ya era el Petitet. Mira, mi sueño es retirar a mi mujer para que pase más horas conmigo, pero no puedo. A lo mejor, si no fuera tan exigente trabajando... Cuando me llaman para una gala, siempre pongo como condición que contraten a todo el mundo, a todos mis músicos, que son 22. Si no van las 22, no hay concierto. Con el disco que tengo en mente pasa algo parecido. Me ofrecen hacerlo en un mes, pim-pam-pum. Y no. Quiero hacerlo con todo el mundo, con tiempo. […] Venía escuchando a Rosalía, que es un escándalo. La tuve de telonera en la Mercè, hace dos años, y cuando acabó de actuar, dije: “Ésta cría será una bestia”. […] Ah, lo de Petitet, sí.  Viene de que fui el más pequeño en una casa donde vivía mucha gente: tíos, primos, abuelos… Y yo era el petitet [el pequeñito]… Y me quedé con Petitet


 

Rumbero rey. "La rumba catalana es una guitarra a ritmo de ventilador y dos gitanitos tocando las palmas, uno seguidas y el otro a contracompás." No hubo un Peret con tanta 'ciricunstancia' como el que, erigido en custodio del género, abrumaba al entrevistador con las tablas de la ley. Precursor de la fusión cuando ni siquiera existía el término, le irritaba sobremanera, por paradójico que pueda parecer, que los rumberos modernos (y la palabra 'moderno', en boca de Peret, alcanzaba cotas de afrenta) flirtearan con la salsa. Su otro gran pleito tuvo por objeto el ventilador, el toque de guitarra que combina el rasgueo con la percusión sobre la misma caja. En el afán de desmentir que su invención (y con ella, la de la rumba) correspondiera al Pescadilla, Pubill aducía que con anterioridad a 1957, año de grabación de su primer disco, no hay noticia del sonido. En la barra del bar Los Tonis, el desaparecido sancta sanctórum de la rumba catalana, en Los Salvador esquina La Cera, Ramón Valentí, el mítico Onclo Paló, solía decir a todo el que abundara en la controversia que tal vez Peret no fuera el único padre de la rumba, pero lo que no admitía discusión es que era el rey.
Si el ventilador fue crucial para cuadrar el estilo, no menos cruciales fueron las palmas. Después de todo, y como acostumbraba sentenciar el gran Ramonet, una rumba puede salir ilesa de un mal guitarrista, pero jamás de un mal palmero. El propio Peret lo dejó dicho con su proverbial inmodestia: “Sin unas buenas palmas, se me cae la corona”. A él le acompañaron las de Toni Valentí (hermano de Ramón) y Peret Reyes (la mitad del dúo Chipen, junto a Johnny Tarradellas).
Con el declive de la rumba de principios de los ochenta, Peret, que había tocado el cielo con hits como ‘Una lágrima’, ‘Borriquito’ o 'El mig amic' (el mejor tema de la nova cançó catalana, según Manuel Vázquez Montalbán), abjuró del golfo socarrón que hasta entonces había sido y se hizo pastor protestante. Al filo de los 60, y tras cumplir con Dios, regresó a los escenarios. Su reaparición, el 25 de julio de 1991 en el Velódromo de Horta, es ya memoria viva de una Barcelona irrepetible. Para quienes, por edad, no habíamos visto una actuación en directo del Rey de la Rumba, la noche fue, más que larga, eterna. Allí estaban, como una Fania All Stars de la gitanería, Los Amaya, Paló, Rosita y Mami, Chipén, Ramonet, Ricardo Tarragona Batista... Y Peret, claro, que, tras oficiar de maestro de ceremonias, arrebató al público con una descarga antológica. Un año después, la ceremonia de clausura de los Juegos le lanzó al estrellato mundial. Su Gitana hechicera (¡marabú!), adaptación del ‘Cristo tiene poder’ de sus días de prédica, se convertiría en el himno oficioso de la ciudad.


 

Vivir pa'tras. En el número 8 de la calle Fraternidad, en el barrio de Gracia, vino al mundo Antonio González, El Pescadilla. Así, sin la de omitida, figura su nombre en la placa que la Unión Gitana y el Ayuntamiento de Barcelona instalaron en 2003 junto al que fuera su portal. Tanto a él como a su padre, el primer Pescadilla (originalmente, Sardineta), así llamado por dedicarse a la venta de pescado en la Barceloneta, se les solía abreviar el sobrenombre, que quedaba en Pesca. A Antonio, además, se le conoció como Onclo Aíto. El Pesca metió la juerga de los tablaos por Jobim, por Sinatra, por Elvis, en lo que fueron los primeros pasos de un estilo que, andando el tiempo, recibiría la denominación (¡D.O.!) de rumba catalana. Su génesis es tan imprecisa como fabulosa; una cosmogonía, si se quiere. Le pregunté a Lolita Flores, en un entre función y función de su imponente Fedra, por la versión que de ello daba su padre, que fue un gran callado (apenas se le conocen entrevistas, declaraciones, memorias... Un caso particularísimo de vivir pa’atrás), y me contó que él cifraba la chispa en las actuaciones con su padre y el tío Juan (Onclo Polla, por lo enjuto de su rostro), en El Charco de la Pava (en la calle Escudellers, lo que luego sería el New York). Según tiene entendido, en esa nueva forma de concebir el cante y, sobre todo, de tocar la guitarra, fue determinante el contacto de su abuelo, su tío y su padre con las orquestas cubanas y puertorriqueñas que recalaban en Barcelona. El Gato Pérez acuñó una imagen para designar esa influencia: “Los Pescadillas dejaron fecundar su guitarra por el güiro y el bongó”.
 ¿Hay, entonces, un momento primigenio? La leyenda dice que una noche de mediados de los cincuenta, el Onclo Polla conoció en el Charco a un marinero caribeño y lo invitó a subir al escenario con él. Y que de esa misma jam session surgió el ventilador, al que El Pescadilla pondría su sello. Hay, no obstante, una segunda cepa: la de los gitanos catalanes que viajaban a América para vender tejidos y regresaban con el baúl lleno de discos, que luego sonaban en las jukebox barcelonesas.
“Yo soy consciente”, dice Lolita, “de que en este asunto hay mucha polémica, y tampoco querría avivarla, pero parece innegable que es mi padre el que le da a la rumba catalana el soniquete que la hace tan característica”. “Pero además”, continúa”, “está la edad: mi padre le llevaba doce años a Peret, y había empezado a tocar la guitarra con once o doce años: resulta lógico, pues, que se le adelantara. Ahora bien, si mi padre inventó la rumba catalana, quien realmente la desplegó y la hizo conocida en el mundo fue Peret. Eso es indiscutible.
-¿Qué tal se llevaba tu padre con Peret?
-Se querían muchísimo, y se respetaban más todavía.
En los tres hermanos Flores se aprecia la huella sonora de sus padres, pero si hay una traza palmaria, ésa es la del Pescadilla en Lolita. “Hay mucho de mi padre en mí, es así. De mi madre también he sacado cosas, pero en la forma de cantar soy más como mi padre;  por ahí he salido más a él, sí. ¡Lo que me gustaba de cría cantar con él! Igual venía con amigos de trabajar, me despertaba y me ponía a cantar boleros y rumbas con ellos. Vete de mí, Levántate, Se te olvida… Y Mía, claro, que fue su canción y la canción de mi madre. Era la única de su repertorio que estando en casa nunca le perdonábamos. Con qué gusto la cantaba”.
- ¿A él qué le gustaba, qué música escuchaba en casa?
-Siempre tenía algo puesto. Lucho Gatica, Olga Guillot, Rolando Laserie, Bobby Capó, Matt Monro, Celia Cruz… Fue un gran conocedor de la música de su tiempo, y tenía un paladar muy fino. Le gustaban mucho la salsa, el bolero, el jazz… Eso sí, su ídolo de toda la vida, por quien sintió siempre verdadera debilidad, fue Frank Sinatra.El legado del Pescadilla se resume en unos pocos recopilatorios, entre los que sobresalen Antonio González “El Pescaílla” y El patriarca de la rumba,
en los que figuran la mayoría de las canciones que grabó con Belter a mediados de los sesenta. Para desconsuelo de sus seguidores, no dejó mucho más, si bien, paradójicamente, tanto esa brevedad, ese laconismo, como su propensión a la melancolía y, por qué no, su temperamento, demediado entre la farra y el tormento, los que le han acabado encumbrando como un artista de culto, casi espectral. Eterno.  


 

Del Petxina al cielo. Corría el verano de 1973 y el Gato Pérez, un veinteañero de origen argentino que vivía por y para la música, vagaba por el barrio de Gracia cuando, en la confluencia de las calles Tagamanent y Torres, a la puerta del bar Petxina, vio a cuatro gitanos interpretar una especie de swing espasmódico en el que se adivinaban el júbilo del jazz, el vértigo de la guaracha y el estremecimiento del blues. Dos palmeros, un guitarra y un bongó, y frente a ellos, meneando la cintura, “dos hermosísimas calís de oscura melena”, como el propio Gato dejó escrito por encargo de su biógrafo, el periodista Marcos Ordóñez, en una previa del gran concierto rumbero de la Mercè’87. Por entonces ya sabía de Peret, claro; también de Los Amaya, que ya se habían dado a conocer con el rompepistas Caramelos, pero, acaso influido por la progresía de la época, que veía en la rumba un desahogo escapista, apenas le habían inspirado un bailoteo. Sin embargo, y a partir de aquella epifanía, el Gato empezó a frecuentar a los calés del Raspall, La Cera y Hostafranchs con el indisimulado afán de empaparse de aquel estilo, de que le fuera revelado el secreto de aquella mezcolanza rabiosamente urbana que compartía con el rock sus patrones rítmicos, su extracción popular, su conductividad narrativa. Cuenta Petitet que, al comienzo de su peculiar inmersión, el Gato llegaba al Petxina, le pedía al Chato un whisky y se sentaba a observar. Hubieron de pasar varios días para que se sacudiera la timidez y, de la mano de otro histórico, Agustín Abellán, Chango, tentara los primeros compases. Andando el tiempo, aquel bohemio con aires de intelectual llevaría la rumba a un territorio desconocido, a una suerte de encrucijada en que se daban la mano la ensoñación noctívaga, la cartografía sentimental y la crónica callejera. El Gato le cantó al mestizaje y a la tolerancia cuando ninguna de esas nociones figuraba siquiera en la jerga política. Pero sobre todo, le cantó a la rumba misma, dotando al género de un discurso del que había estado huérfano, bautizando lances hasta entonces innominados (suya, por ejemplo, fue la próspera ocurrencia de llamar ‘ventilador’ al ‘rascao’ rumbero por excelencia). El Gato, en suma, sacó a la rumba del gueto (también, moral) en que languidecía, con El Pescadilla en Madrid, a la sombra de Lola Flores, y Peret entregado al Culto, le quitó el polvo y la puso en las listas de éxitos, en pie de igualdad con los conjuntos pop del momento. Tal vez, no obstante, la verdadera gesta del Gato fue que la gitanería lo adoptara como uno de ellos, culminando una travesía autentiquísima, que tuvo en la búsqueda, en la experimentación, su principal mandato. El lugar donde descubrió su sino lleva desde el 96 el nombre de plaza Javier Patricio Pérez.


¡Ay, Palò, Palò! El Onclo Palò era el hombre que, en los conciertos de Peret, gustaba de sentarse en un extremo del escenario, frente a una mesita de café, y caldearse a whiskys, preferiblemente William Lawson o Cardhú, con tilde, sí, que así debería escribirse entre el Tibidabo y la Barceloneta. A primera vista, su función en el espectáculo era dudosa, o cuando menos intrigante. Pero buchito a buchito, Palò, de nombre civil Ramón Valentí Carbonell, iba pasando de espectador taciturno a jefe de operaciones. Todo el misterio de la rumba se cifraba en su grácil taconeo y su repiqueteo de nudillos. En ello se aplicaba hasta que, llevado por el arrullo de las coristas (‘¡Ay, Paló, Paló!’), se erguía en ingrávido bamboleo y, con la mano derecha batiendo el aire, se desplazaba, el culo a rastras, hasta el centro de la tarima. Su autoridad cobraba vuelo de leyenda cuando se medía con El reló, la tonada de habla portuguesa, que, más que cantar (Dios no lo llamó por ese camino), salmodiaba. Las únicas palabras comprensibles eran las del arranque: “Yo tenía un reló, yo tenía un reló…”, al que seguía una ráfaga babélica en la que se identificaba el clásico xaxado Mulher rendeira. Un mecanismo sonámbulo al servicio de la farra, el caldo elemento de Palò. Nacido en la Cera y graciense de adopción, se ganó la vida como la mayoría de los gitanos del Raspall, con la chatarra y la venta ambulante. La música, no obstante, le tenía reservada una ronda de gloria en la faceta que mejor le distinguía: la de rumbero. La noche del Velódromo, la de la reaparición de Peret (que presentó a Palò entre hipérboles, jurando que él, eterno rival, jamás le había llegado a la suela del sapato) fue también la de su consagración entre los aficionados. La fiesta acabó tarde, de eso está seguro el Petitet, que tocó, cantó y bailó hasta el mediodía del día siguiente. Le acompañaban algunos de los artistas (más de treinta) que habían puesto al público del revés, entre ellos Palò. Por esos serpenteos de la memoria, recuerda las muchas veces en que, yendo a gusto, había bromeado con él sobre su raro porte de gitano fino, aquella aparente majestad truncada por sus exuberantes tetillas. “On vas, Palò, amb aquestes mamelles?”. En sus últimos días, solía pasar las tardes sentado en la plaza del Diamante, envuelto en humo y el brillo en la mirada, como si en cualquier momento fuera a arrancarse a rumbear hasta el fin de los días.



‘Quincy’ Jack. Jack Tarradellas es hijo de Johnny Tarradellas, lo que no ha impedido que le profese admiración. En la bajamar de la rumba catalana, Johnny y Peret Reyes, antiguos palmeros de Peret, dieron vida al dúo Chipén, que vistió de etiqueta clásicos como Belén, Belén, La noche del hawaiano o El muerto vivo, y dejó un disco para la historia, Verdad, con dos temas, No voy pa mi casa y Tengo dos amores, en los que anida la promesa de un sonido. Jack, 35 años, autor, arreglista, productor, músico y cantante de rumbas, se hizo a la vida en la calle de La Cera, entre palmas, ventiladores y bongós, cuando los ensayos de su padre bien podían tener lugar en el comedor de casa. Detrás de cada nombre hay un parentesco: una cuñada de su abuela, el hermano de un abuelo de su mujer, un primo segundo… La rumba es una madeja familiar. “Mi primer coche se lo compré a Palò”, remacha, como acreditando un vínculo que, entre gitanos, son palabras mayores. Uno de sus trabajos recientes ha sido la puesta a punto de la sinfónica de su tío Petitet. A él corresponde el orgiástico Sarandonga con que la orquesta culmina su actuación en el Liceo. Propenso a un raro didactismo, a mitad de camino entre la flema y la cachaza, Jack ilustra sus explicaciones mediante notas a capela, a lo Bobby McFerrin, sin que la perplejidad de los comensales vecinos haga en él ninguna mella. Así, se ayuda del tarareo de la intro funky del Chavi de Peret para subrayar que la rumba no es un estilo cuadrado ni alérgico a la fusión, pues es, por definición, la fusión misma. Ahora bien, precisa, en la rumba, como en cualquier otra disciplina, los aliños han de operar por superación, no por ignorancia. “A mí me vienen grupos rumberos, o que se dicen rumberos, para que les asesore, y cuando me pasan el material descubro que son una banda de reggae.” Ha habido, cree, un abuso de la etiqueta “rumba catalana” para catalogar a conjuntos que son sencillamente fiesteros, y esa deriva, a su juicio, está en parte relacionada con el hecho de que la rumba aún no ocupa el lugar que merece en el imaginario cultural. Los tiempos no corren a  su favor. La progresiva pérdida de la figura del mediador (también) se ha cebado en la industria musical, aligerándola de la influencia de quienes, como él, añaden al producto de enjundia, matices, complejidad. “Los arreglos, hoy en día, y prácticamente en todos los géneros, se han quedado en la raspa. Tú compara la cantidad de información que había en, qué sé yo, la orquesta de Quincy Jones con Frank Sinatra con la que hay en el Despacito. Nada que ver”. Le lanzo nombres de leyendas al buen tuntún. A Peret le reserva una perspectiva novedosa: “Algo en lo que no se insiste mucho es que fue un grandísimo profesional. De algún modo, Peret nos enseñó a respetarnos, a creer en nosotros. Con él se acaba eso de invitar a las galas a todos los primos; nada, aquí paga todo el mundo, también los gitanos”. Le esperan en el estudio. Como en él es habitual, anda enfrascado en mil proyectos.  El más llamativo, un espectáculo circense con música balcánica; el más importante, unos arreglos para Verdad.


 

Furia. A Laura Santos (Barcelona, 1986) se le caen de la boca los agradecimientos. Su carrera, relativamente tardía, ha dado un brinco en el último año y se sabe en deuda con quienes le han infundido confianza, y muy en especial con su familia, de la que habla con ojos titilantes. Cantarina desde jovencita, mediada la veintena sus íntimos la empujan a probar suerte en bares y salas de pequeño formato, y a esa veta se entrega hasta que su primo Julio la pone en el radar de Sebas de la Calle, renovador de la rumba quinqui (grosso modo: cantos a la marginalidad, melodías aflamencadas y toque de ventilador), al que ha conocido casualmente una noche de fiesta. El día en que se ven por vez primera, Sebas le presenta al productor Jack Tarradellas, y al poco, la noticia de una voz sobresaliente, con registros  de lo más singular, llega a oídos del Petitet, que precisamente esos días anda buscando una corista. De su debut con su Sinfónica, el 26 de julio de 2018 en el Festival Portalblau, L’Escala, Laura guarda un recuerdo agridulce. “Me equivoqué en el Pensant en tu [un medio tiempo de Peret de aire melancólico; de los más difíciles de su repertorio] y al terminar el concierto, el Petitet me dice: ‘Esto que te ha pasado es normal, era la primera vez que lo cantabas en directo; ahora bien, sé que no te va a volver a pasar. Por cierto, estás contratada’. Me tembló todo el cuerpo”. (A estas alturas del relato, la grabadora del iPhone rebosa de nombres propios: familiares, amigos y colegas a los que Laura va engarzando en un rosario de gratitudes: “Pon también a Sergio Murillo, Sergio Muñoz, Violeta Barrio, César Moreno…”). Antes de enrolarse en el combo de Petitet (“Ese hombre es una bendición, ojalá lo hubiera conocido antes del documental”), ya tenía en YouTube, el gran escaparate musical de nuestro tiempo, dos clips en los que esta nueva flamenca  daba cuenta de su versatilidad. Se trata de Furia y Abismo, para los que Jack Chakataga (heterónimo de Jack Tarradellas) dispuso aderezos electrónicos, imaginería trap y, en el caso de Furia, y en un hermanamiento insólito, una story de terror. En espera de que la siembra germine de verdad, Laura sigue arrancando olés en El Tablao de Carmen y Los Tarantos, y, ahora sí, bordando el Pensant en tu para La Sinfónica del Petitet.




Gracias a Michell, alma del bar Zelig, por organizarnos la sardinada en la plaza Pedró; y a Joan, de la bodega Vilanova, por echar la persiana, propiciando así que Peret, encarnado en graffiti, supervisara la sesión.

Este reportaje no habría sido posible sin la ayuda, que a veces fue socorro, de Joan Antoni Barjau, manager de Petitet. A él, y a todos los rumberos que se dejaron enredar, nuestra más sincera gratitud.


Fashion & Arts Magazine, julio de 2019

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