viernes, 26 de junio de 2015

Te doy una canción

Los domingos despertaba con la música que mi padre ponía en el tocadiscos, en sesiones de hora, hora y media que tenían algo de misa hogareña, siquiera por el cuidado que ponía en prepararlas. Sentado frente al mueble de los discos, seleccionaba con recelo de artesano los que habría de escuchar esa mañana, de modo que no tuviera que volver a levantarse en busca de nuevas provisiones. No sólo le movían razones prácticas; algunas de aquellas setlists parecían obedecer a un estado de ánimo, y ese mismo estado terminaba por cromar el modo como mi hermano y yo poníamos el pie en el nuevo día. Gracias a aquellas matinales, me familiaricé (nunca mejor dicho) con George Brassens, Joan Manuel Serrat o Joan Baptista Humet, a quien llegué a ver en directo en el Parque de Atracciones de Montjuïc, cuando Clara le llevó a la cumbre. El proverbial eclecticismo de mi padre dio también cabida a la canción ligera, representada por Mocedades, Perales, Dyango, Roussos, Aznavour... Y, cómo no, al humorismo, entonces muy en boga, de los Pepe Da Rosa, Pedrito Ruiz, Eugenio... El gran legado de José María Albert Sr., no obstante, fue América. En un tiempo en que en España nada se sabía de la salsa, él, que solía viajar al Caribe por trabajo, reunió una colección que, a mis ojos, le convirtió en un pionero, en un heraldo equiparable a los melenudos que, a propósito del punk, viajaban a Londres para traer noticias de los Sex Pistols. Rubén Blades, Willie Colon, Benny Moré, Ismael Rivera, Ismael Miranda, Cheo Feliciano, Héctor Lavoe, Óscar D'León, la Sonora Matancera, la Sonora Ponceña, el Gran Combo, Tito Puente, Celia Cruz... Nunca le agradeceré lo suficiente, en fin, que Pedro Navaja se convirtiera, en el crepúsculo de mi niñez, en un personaje tan legendario como tiempo atrás lo habían sido Bruce Lee, Fantomas o Sandokán. Imbuido de su melomanía, a los 11 años me compré mi primer long play: Bon Voyage, de la Orquesta Mondragón. Luego vendrían Mecano, Barón Rojo, Iron Maiden, Pino D'Angiò, AC/DC, Orchestral Manoeuvres in the Dark, Miguel Ríos... De mi padre, en efecto, no sólo heredé la pulsión musiquera, sino también el gusto por la variedad o, si se quiere, una inclinación a la bizarría que, aunque en el instituto me granjeó fama de raro, en la universidad me otorgó algún prestigio entre el público femenino. Aún recuerdo su extrañeza cuando empecé a evadirme de sus afinidades para, volando con plomo en las alas, mancharme con las mías. El día, por ejemplo, en que llevé a casa el Prince Charming, de Adam and the Ants, y, al punto, lo puse en el tocadiscos sin importarme que él y Juan Rofes, agente de comercio exterior, charlaran ante un whisky. Y el espanto de Rofes, ese rictus de apremio con que parecía clamar que me encerraran en un correccional, y, en cambio, la deferencia de mi padre, que atendió al horrísono alarido de Adam con la misma solicitud que ponía en sus merengues, sus cumbias, sus boleros. No descarto, claro está, que no hubiera en ese temple más explicación que el orgullo de haber tallado un semejante.
Hoy soy yo el tallador.
Cuando me separé de la madre de mis hijas, me apenó que en lo sucesivo no pudiera influir a Lola y Laura del modo en que mi padre, acaso sin pretenderlo, me influyó a mí. De un tiempo a esta parte, sin embargo, en los nubarrones ha prendido una esquirla de luz. Todo empezó el día en que le di a Lola mi clave de Spotify para que utilizara la aplicación. Al poco, vi que en las Playlists, bajo mis 'Caszely', 'Bogdanovic' y 'Marañón' (mis listas llevan nombres de jugadores del rcde, què hi farem), había una 'Lola'. Su selección incluía una turba de latinos algo descorazonadora, pero también a Katy Perry, Sam Smith o Meghan Trainor, lo que equilibraba las fuerzas entre el bien y el reggaeton Salvo por esta querencia mía al fisgoneo (que tan hábilmente he ido camuflando de curiosidad intelectual)  nunca preví que las listas de Lola y mis listas toleraran la más mínima porosidad o admitieran intercambio ninguno. Hasta que hace unas semanas, al entrar en su lista, me percaté de que había una canción de mi 'Caszely'. Di por hecho que se trataba de una casualidad, mas al cabo de dos días vi otras dos, y desde entonces no he dejado de ver en 'Lola' muescas enteramente mías. Medité la posibilidad de ir dejándole canciones bajo la almohada, en una suerte de ensayo-error que le fuera descubriendo horizontes en la misma medida en que yo me cubría de vergüenza. En contra de esta idea obraba el recuerdo de aquellos domingos en que despertaba con la música de mi padre, en sesiones de hora, hora y media que tenían algo de misa hogareña. Y la convicción, bien que no muy firme, de que no hay mejor tutela que la indeliberada. La suscribí a Spotify el mismo día en que en mi cuenta germinó otra lista: 'Laura'.

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