miércoles, 12 de febrero de 2014

Cuatro


Yo vengo de un silencio en que los hombres llevábamos michetas y eran las mujeres quienes se ponían medias o esos horrendos calentadores. Empecé mi carrera como defensa central porque gustaba de tener mi vida en orden y atesoraba una rara intuición para prever el engaño del delantero. Jamás fui dado a patear el balón, sino a paladear la jugada desde la cueva, por lo que solía concitar la mirada hosca de los nueves más tarugos. Ya entonces despreciaba el axioma de que el primer defensa de un equipo es el ariete. ¡Bah! Palabrería de timoratos, incienso televisivo de quienes rehúyen la posibilidad inversa, esto es, que el central sea el primer atacante. Mi incapacidad para la pugna por alto y, sobre todo, mi nobiliaria renuencia al choque (suplida con creces por el genio de Benito y la picardía de Marín) me fueron alejando del área y asentando en el centro del campo. No hay que descartar que en mi exilio pesaran otras razones: el área se me fue quedando pequeña hasta parecer no ya un teatro chino, sino la patria misma en que acabó refugiándose Beckenbauer. En mi afán de nadar en aguas abiertas, me convertí en una suertede Fernando Hierro avant la lettre (de quien las gentes impresionables recuerdan cómo atornillaba a los árbitros con el dedo índice y, en cambio, entierran sin reparos su lírica pujanza. Hay conversaciones sobre fútbol que asemejan un jardín inglés infestado de cadáveres). Durante mi época de futbolista lánguido no protesté una sola decisión arbitral porque mi afectación también alcanzaba al árbitro, al que llamamos juez para evitar la repetición de la palabra 'árbitro' y es precisamente ese sinónimo, juez, el que ratifica la ridiculez de tan temprana vocación. El daño que la sinonimia ha infligido al lenguaje debiera consignarse en un manual de escritura y tal vez sea yo, defensa central venido arriba, quien se ocupe de hacerlo cualquier domingo. Decía que me fui aclimatando a otras latitudes y que la primera escala fue el centro del campo. El acomodo no fue todo lo fácil que había imaginado: al principio me pareció que aquel páramo era hostil al hombre y un edén para el murciélago, así el centrocampista escupe su mirada contra el viento para adivinar el acecho de una sombra y aun su chasquido. (¡Latitudes, tierras...! ¡Lo he escrito yo, que acabo de denostar la sinonimia! La literatura consiste en no dejar un solo andamio por el camino o acaso en lo contrario: en dejarlos todos y pasar por debajo de ellos una y otra vez para que te lluevan los piropos, los escupitajos). Un entrenador que se parecía bastante a Miguel Ríos me sacó del centro del campo y me situó como extremo izquierda. “El regate no se te da mal y tienes la derecha de madera, así que a la izquierda.” Ciertamente, el regate no se me daba mal y mi pierna derecha sólo me ha servido para bailar lentas. Jugué algunos partidos con tesón y suficiencia, pero llegó un día aciago en que regateé a un defensor y volví sobre mis pasos y le tiré a ese mismo defensor un caño humillante y absurdo. Al punto, desplegué un repertorio enloquecido de sotanas, quiebros, autopases... Hasta que perdí de vista el horizonte y el regate, ese otro gran prolegómeno de la dicha, se convirtió en un fin en sí mismo, sin medida ni hermosura. En aquel extravío debí de parecer uno de esos toreros que encadenan derechazos sin entrever el sentido del mundo; o uno de esos escritores que, ya pasados los cuarenta, aún siguen creyendo que escribir equivale a amontonar metáforas; a tanto alzado cada perla de rocío. Renegué de mi locura de autor y, con el paso de los partidos (porque entonces no era el tiempo lo que pasaba), aprendí a pasar inadvertido. El gozo más ligero que jamás haya disfrutado un hombre llegó una fría mañana en que serví tres goles sin necesidad de tirar un solo regate. Tengo dicho y escrito que nunca eché de menos los olés taciturnos de esas plazas indoctas de regional infantil: me bastaban las alabanzas de Gil o de Castells, los mejores jugadores del mundo en aquel tiempo de heroesmegos. Miguel Ríos se retiró y el tipo que le suplió me dijo que me faltaba velocidad pero sabía ver los desmarques, así que volví al centro del campo, a la posición que hoy ocupa Xavi Hernández. Hubo un día en que levanté la vista y vi a Gil y a Castells, a Salvadó, a Ros, una valla de publicidad, la red temblona de la portería, la base negra del poste, un hombre fumando con la cabeza gacha, un árbol que se alzaba sobre el fondo de cemento. Llevaba el balón cosido al pie pero, antes que el toqueteo del balón, me deslumbró avistar mi pasado.Yo vengo de un silencio en que ni siquiera el malnacido peor fingió un penalti.

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