Uno de los grandes triunfos de Jordi Évole ha consistido en que la
mayoría de las críticas a su programa no hayan provenido de la tronera de Televisión o
Espectáculos, sino de la de Periodismo. "El periodista Jordi Évole ha perdido su crédito", leo por ahí; como si, en efecto, sus Salvados,
en los que suele interpretar a un personaje a medio camino entre el
juez de paz y el defensor del espectador, fueran periodismo.
Évole ha basado su contribución al género en meter el dedo en el ojo a
políticos en declive, a personajes de los que apenas quedaba un solo
hueso que roer, y que, en cualquier caso, no eran desconocidos
para la hinchada. Esa práctica, variación con ínfulas del acoso gamberro
de Caiga Quien Caiga, no tiene más relación con el periodismo que la del parásito con su huésped. Iré más allá: el llamado periodismo televisivo es un oxímoron
o, cuando menos, un malentendido, acaso comparable al que resulta de
identificar los toros con una fiesta y arrumbar su verdadera naturaleza,
que es la del rito.
No en vano, uno de los grandes equívocos de nuestra época tiene que
ver con la ilusión de que la tele es un estercolero, cuando lo cierto es
que cualquiera de sus subproductos lleva impreso en el envés una
coartada más o menos recurrente. Así, Gran Hermano es poco menos que un tratado de sociología, y si nos quedamos imantados a Sálvame es porque, como a Paco Clavel, nos embrujan los arrabales del kitsch. Por esa misma vía, el Salvados de Jordi Évole se considera periodismo en vena, como si el periodismo fuera susceptible de divulgarse encapsulado en temporadas de otoño-invierno.
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No obstante, y volviendo al Palace, el verdadero escándalo no es que
Évole haya quebrado el pacto de veracidad con los espectadores
(¡hablamos del Follonero, por Dios!), sino que gentes como Iñaki Gabilondo o Luis María Anson se hayan prestado a la farsa,
remedando a esas folclóricas que, en un pronto a medio camino entre la
vanidad y la senectud, deciden posar enseñando las tetas. Con la
diferencia, ciertamente humillante, de que las folclóricas suelen
cobrar, mientras que nuestros mayores, quién sabe si con ánimo de verse
rejuvenecidos, han sacrificado su imagen en el altar de la visibilidad, dado que la objetividad, como es fama en el gremio, no existe.
Con el anuncio de la tarifa plana de 100 euros, Rajoy pareció entregarse a una retórica a medio camino entre el teletienda y la autoayuda. "¡El impulso a la creación de empleo neto más importante de nuestra historia!", "¡Estaríamos hablando de una rebaja en las cotizaciones sociales de un 75%!". Los signos de admiración son míos, claro; es fama que el presidente es alérgico al tremendismo, por lo que cabría achacar tan sicalíptica fraseología a Jorge de Moragas, el García Asensio de la orquesta popular. La diferencia entre esa cuña mitinera y el resto del discurso, por cierto, habría de hacer reflexionar a la clase política (y sobre todo a sus escribas) sobre la obscenidad de que haya una oratoria para sus iguales y otra, bastante más laxa y vulgar, para la ciudadanía. O lo que es lo mismo: que en el hemiciclo prime el decoro y en la plaza de toros, el prometer, prometer hasta meter.
Aquerenciado en el mantra del registrador ("razones sólidas para alimentar una esperanza fundada", "éstas son sólo algunas de las más importantes medidas que jalonan la agenda de reformas para el crecimiento en los próximos meses"), Rajoy tan sólo se permitió otra chiquiticalzada. ¿O acaso sólo a mí me pareció que hablaba, con el cuajo legendario de un escritor que fuera rebautizando las piedras, de "revolución silenciosa"? Sustituyan la siembra de comas por la maquinal invocación a sus señorías y estaremos, en efecto, ante el espectro del último político del XIX.
No dejó de sorprenderme, eso sí, que fuera el mismo Rajoy quien embridara sus presuntos logros; que, al término de cada uno de esos hits de ayer, hoy y siempre, hiciera un receso para decirse: "¡Pero no hemos de caer en triunfalismos!". Fue, sin duda, su mayor golpe de ingenio, pues no hacía sino subrayar que él es, además de presidente, la única oposición plausible (entiéndanme: oposición en el sentido en que Norman Bates fue oposición a su madre), en espera de que Movimiento Ciudadano, Vox o el crecimiento de UPyD hagan del Parlamento un lugar más parecido a España.
Hoy recordaba el tiempo en que me daba yo veneno que quiero morir,
aquellos días nebulosos en que mis pulmones eran un fuelle nicotínico y mi
identidad un pensamiento de humareda. Del tabaco dependían los amores, los
temblores, el llanto, la alegría, el candor. Y fumaba, ay, tanto fumaba que levitaban
en humo mis andares, que no había apocalipsis que no entrañara un instante
memorable, dígase el del cigarrito. Fumaba en el autobús, en los pasillos del instituto y, por supuesto, en
clase; en la sala de espera del seguro, en el metro y los aviones, en los
bares, los restaurantes y los puticlubs. No había nada más placentero que
jumar fugando al fútbol, como dicen que solía hacer el gran Cruyff. O tal vez sí, tal vez no hubo nada como dejar
de comerte a besos para boquear señales de rendición y, al menor de tus
descuidos, sacar de la chistera un marlboro desangrado; fumaba, sí, fumaba tanto que
una madrugada de insomnio y bulerías traté de convencerme de que la esperanza
consistía en deglutir un cigarro lo más pronto posible y así acortar la brecha
para encender el siguiente. Fumaba en las panaderías, en las discotecas, en el
lavabo y en la cama; en los hospitales, en las exposiciones, en las peluquerías.
En aquellos años de incienso en que los chalados aventaban el mal entre
aspavientos, acaso perfilando las aristas de un orden imposible, de una
comunidad luctuosa de palabras sin humo.
Resulta insólito oír hablar a un nacionalista de personas,
así, a pecho descubierto, sin un maldito terruño, nación o pueblo que
atenúe o acaso disuelva la naturaleza jurídica de dicha entidad, esto
es, su condición de sujeto de derecho individual. Por eso me llamó la
atención que el inefable-consejero-de-Presidencia-Quico-Homs declarara
ayer, tras el portazo de los empresarios catalanes al proceso
soberanista, que lo que importan no son los colectivos (en alusión a las
asociaciones empresariales), sino las personas, puesto que, al cabo,
son las personas quienes habrán de ejercer el derecho al voto en un
hipotético referéndum.
No descarto que, al ir hilando silábicamente la voz personas,
Homs sintiera el escalofrío o quién sabe si el morbo del que se adentra
en una jungla inexplorada. Él, que a sus años no había conocido más
agrupaciones celulares que las cadenas humanas, las voluntades populares o las cohesiones sociales, se topaba de pronto, parafraseando a Gil, con la verdad desagradable,con el único argumento de la obra.
Las personas, sí, las mismas que en su mismidad llevan años reclamando para sus hijos una educación bilingüe y que, precisamente por ello, por tratarse de casos personales, aislados, no han recibido otra respuesta de la Administración que la de la atención, ay, personalizada.
Y cómo pasar por alto, en este punto, ese aforismo tributario tan
cuajado de rigor: "Quienes pagan impuestos no son los territorios, sino
las personas", que los no nacionalistas hemos esgrimido desde la noche
de los tiempos frente al España nos roba (los no nacionalistas
catalanes; el resto de españoles, con los políticos madrileños a la
cabeza, siempre creyeron que sí, que España algo robaba).
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Homs, tan habituado como cualquier otro de su cuerda a tratar
exclusivamente con Omniums, Ustecs, boletaires, castellers,
barcelonistas, manifestantes, sindicatos, asociaciones de padres o
esbarts dansaires; tan habituado, en fin, a adularse frente al espejo,
un espejo-espejito que siempre le devolvía las lisonjas a cambio de una
subvención, descubre, como quien descubre el hielo, que"lo que cuenta son las personas". Una vuelta más de tuerca y se sorprenderá diciendo: "Y no las entelequias". Libertad Digital, 19 de febrero de 2014
Los
lunes, a eso de las seis, intento que un grupo de hombres y mujeres aprenda a
reescribir (en eso, en reescribir, radica la única enseñanza probable de la
escritura). Durante el curso, que tocará a su fin el 22 de junio, mis alumnos
han ido afianzando o despreciando querencias, recurrencias, vicios. Artur, por
ejemplo, concibe el uso de los arcaísmos como un derrame de melancolía; Pere, francotirador carente de mira telescópica, es un acérrimo partidario del cite largo y las
tandas de estatuarios; Maige no escribe relatos, sino dibujos al carboncillo;
María José, que solía hablar de sí misma por voces interpuestas, ha dado al fin
con la veta excelsa del 'yo'; Alfonso es el más audaz explorador de sí mismo
que he tenido como alumno, y Helena, una escritora en ciernes que, después de
dos o tres avisos, ha entrevisto que sus mejores faenas son las menos
pintureras. Mi táctica es hablarles y escucharles, construir con palabras un
puente indestructible. Mi estrategia es, en cambio, más profunda y más simple.
Mi estrategia es que un día cualquiera, no sé cómo ni con qué pretexto, por fin
no me necesiten. De entre mis alumnos, Alfonso y Helena son quienes más gustan
de hablar del proceso creativo, esto es, de la cocina de la escritura: la hora
del día a la que escriben, la atmósfera propicia para ello, el tiempo que les
ha llevado tal o cual texto. En cierto modo, vinculan la trastienda del oficio
con un cúmulo de instantes placenteros que oscilan entre la noche aciaga y el
estallido luminoso. Yo me sonrío porque no concibo la escritura
como algo placentero, sino como un trabajo arduo, laborioso, ingrato. Así las
cosas, debería preguntarme por qué escribo. Y tal vez admitir sin rebozo que
soy un hombre presumido y falto de afecto, un petulante al que urgen
los aplausos del tendido de sombra y las bragas del tendido de sol. Por esa
misma razón (máxime cuando despierto y no hay aplausos ni bragas a mi vera) a
menudo requiero un fugaz reencuentro con los días en que escribía para no decir
nada, en que saltaba a la olivetti y me decía, una y otra vez, que los
hombres duros no bailaban. Preciso, en fin, reflotar el tiempo en que mi
hermano llegaba a casa de madrugada y me preguntaba, sosteniéndose en el marco de la
puerta, por qué no había salido y qué me daba la olivetti que no me diera la
plaza Real. Entonces se acercaba despacio, muy despacio, y leía en voz alta el
principio de mi enésima novela: “Javier Bastante llegó al lugar del crimen con
el sinsabor de la ginebra atizándole las sienes y la mirada hosca de quien ha
visto mucho y feo”.
-¿El sinsabor de la ginebra? ¿Qué es el sinsabor de la ginebra?
-Se supone que el personaje se ha acostado borracho y que, cuando acude al lugar
del crimen, todavía se tambalea y sigue apestando a ginebra.
-Ya. ¿Y por qué no escribes eso, que llega tambaleándose porque todavía le dura la
borrachera?
-Hum.
-“El sinsabor de la ginebra atizándole las sienes…” Menuda tela…
-Es una forma de evocar la resaca.
-Pues di resaca, joder. Así, mira: "Javier bastante llegó al lugar del crimen resacoso de
ginebra". ¿Qué problema hay?
-Problema,lo que se dice problema, ninguno.
-¿Qué quiere decir 'hosca'?
-Desagradable.
-¿Y por qué dices que Javier Bastante ha visto mucho y feo?
-Porque es policía.
-Ya. Y como es policía y ha visto de todo, le ha quedado la mirada hosca.
-Sí, bueno, más o menos.
-Eso no aporta nada al personaje; en todo caso, lo convierte en un poli más. Si me
dijeras que tiene la mirada hosca porque la novia le ha dejado por su mejor
amigo, vale, pero que tenga la mirada hosca por ser poli, no sé yo. Además, ¿tú
de dónde sacas que los polis tienen la mirada hosca?
-Ahora que lo dices, no lo sé.
-Yo sí. Seguro que de otra novela.
(Y ya entre dientes, batiéndose en retirada:
"Javier Bastante, ¿quién coño se llama Javier Bastante?".)
Todo aprendizaje, ciertamente, es una pugna entre la dicha y la desdicha. Sea como
sea, Alfonso, Helena y mi vieja olivetti se encontraron el pasado lunes en el
bar Castells. Alfonso y Helena me contaban, entre despuntes de orgullo y ardor,
que habían dedicado el fin de semana a realizar un cortometraje. Apenas habían
dormido y algún que otro sinsabor les atizaba las sienes, pero no había en
ellos rastro alguno de hosquedad. No celebraban que el trabajo realizado
hubiera satisfecho sus expectativas; de hecho, la cristalización de su empeño
les importaba una higa. Hablaban, sobre todo, de las discusiones embravecidas,
de las noches sin dormir, de los palos en la rueda, del momento en que estás a
punto de tirar la toalla y se abre un claro en el cielo, de la patria sin
nombre del esfuerzo baldío y el arrebato inmisericorde de la primavera.
Yo vengo de un silencio en que los hombres llevábamos michetas y eran
las mujeres quienes se ponían medias o esos horrendos calentadores. Empecé mi carrera como defensa central
porque gustaba de tener mi vida en orden y atesoraba una rara
intuición para prever el engaño del delantero. Jamás fui dado a patear
el balón, sino a paladear la jugada desde la cueva, por lo que solía
concitar la mirada hosca de los nueves más tarugos. Ya entonces
despreciaba el axioma de que el primer defensa de un equipo es el
ariete. ¡Bah! Palabrería de timoratos, incienso televisivo de quienes
rehúyen la posibilidad inversa, esto es, que el central sea el primer atacante. Mi incapacidad para la pugna por alto y,
sobre todo, mi nobiliaria renuencia al choque (suplida con creces por
el genio de Benito y la picardía de Marín) me fueron alejando del área y asentando en el centro del campo. No hay que descartar que en mi exilio
pesaran otras razones: el área se me fue quedando pequeña hasta parecer no ya un teatro chino, sino la patria misma en
que acabó refugiándose Beckenbauer. En mi afán de nadar en aguas abiertas, me
convertí en una suertede Fernando Hierro avant la lettre (de quien
las gentes impresionables recuerdan cómo atornillaba a los árbitros con
el dedo índice y, en cambio, entierran sin reparos su lírica pujanza.
Hay conversaciones sobre fútbol que asemejan un jardín inglés infestado
de cadáveres). Durante mi época de futbolista lánguido no protesté una
sola decisión arbitral porque mi afectación también alcanzaba
al árbitro, al que llamamos juez para evitar la repetición de
la palabra 'árbitro' y es precisamente ese sinónimo, juez, el que ratifica la ridiculez de tan temprana vocación. El daño que la sinonimia
ha infligido al lenguaje debiera consignarse en un manual de escritura y
tal vez sea yo, defensa central venido arriba, quien se ocupe de
hacerlo cualquier domingo. Decía que me fui aclimatando a otras latitudes
y que la primera escala fue el centro del campo. El acomodo no fue todo
lo fácil que había imaginado: al principio me pareció que aquel páramo era hostil al hombre y un edén para el murciélago, así el
centrocampista escupe su mirada contra el viento para adivinar el acecho
de una sombra y aun su chasquido. (¡Latitudes, tierras...! ¡Lo he
escrito yo, que acabo de denostar la sinonimia! La literatura consiste
en no dejar un solo andamio por el camino o acaso en lo contrario: en
dejarlos todos y pasar por debajo de ellos una y otra vez para que te
lluevan los piropos, los escupitajos). Un
entrenador que se parecía bastante a Miguel Ríos me sacó del centro del
campo y me situó como extremo izquierda. “El regate no se te da mal y
tienes la derecha de madera, así que a la izquierda.” Ciertamente,
el regate no se me daba mal y mi pierna derecha sólo me ha servido para
bailar lentas. Jugué algunos partidos con tesón y suficiencia, pero llegó un día aciago en que regateé a un defensor y volví sobre mis pasos y le tiré a ese
mismo defensor un caño humillante y absurdo. Al punto, desplegué un
repertorio enloquecido de sotanas, quiebros, autopases... Hasta que
perdí de vista el horizonte y el regate, ese otro gran
prolegómeno de la dicha, se convirtió en un fin en sí mismo, sin medida
ni hermosura. En aquel extravío debí de parecer uno de esos toreros que
encadenan derechazos sin entrever el sentido del mundo; o uno de esos
escritores que, ya pasados los cuarenta, aún siguen creyendo que
escribir equivale a amontonar metáforas; a tanto alzado cada perla de
rocío. Renegué de mi locura de autor y, con el paso de los partidos (porque entonces no era el tiempo lo que pasaba), aprendí a pasar inadvertido. El
gozo más ligero que jamás haya disfrutado un hombre llegó una fría
mañana en que serví tres goles sin necesidad de tirar un solo regate.
Tengo dicho y escrito que nunca eché de menos los olés taciturnos de
esas plazas indoctas de regional infantil: me bastaban las alabanzas de
Gil o de Castells, los mejores jugadores del mundo en aquel tiempo de
heroesmegos. Miguel Ríos se retiró y el tipo que le suplió me dijo que
me faltaba velocidad pero sabía ver los desmarques, así que volví al
centro del campo, a la posición que hoy ocupa Xavi Hernández.
Hubo un día en que levanté la vista y vi a Gil y a Castells, a Salvadó, a
Ros, una valla de publicidad, la red temblona de la portería, la base
negra del poste, un hombre fumando con la cabeza gacha, un árbol que se
alzaba sobre el fondo de cemento. Llevaba el balón cosido al pie pero,
antes que el toqueteo del balón, me deslumbró avistar mi pasado.Yo vengo de un silencio en que ni siquiera el malnacido peor fingió un
penalti.
Los escritores siempre han gustado de la noche y el vino. Sobre todo del vino. Cuántas veces no habrás visto a un novelista darse al balbuceo en cualquier sumidero televisivo. Y cuántas no habrás leído que tal o cual obra se gestó al calor del Knockando. El consumo de alcohol, ciertamente, se halla incrustado en los usos y costumbres del oficio; la literatura misma ha contribuido a la magnificación de tal virtud hasta convertirla en un hábito legendario. Recuerda, si no, esos carvalhos en que el protagonista daba cuenta, de una sentada, de cuatro botellas de vino y nueve whiskys. Si traigo aquí los carvalhos es porque, en mis tiempos de estudiante, la iniciación en la posturita no pasaba por el conocimiento de los proverbiales how-to-do, sino por abrevar en las obrillas de Vázquez, Vila-Matas o Monzó, que fueron, ya entonces lo sospechábamos, meros pavones respecto a Ford, Carver o Bukowski, regias deidades. Hubo días en que bastaba con entrar en el bar de la facultad, fingir una mueca melancólica y exhibir La máquina de follar para que un racimo de alumnas con ‘inquietudes’ serpenteara torpemente hasta tu mesa. Por cierto, me costaría dar con un escritor tan mal leído como Bukowski, de quien esculpíamos que lo más relevante no eran el sexo ni el alcohol ni la procacidad, como si el sexo, el alcohol o la procacidad no fueran coartadas admisibles para devorar su obra hasta lo infinito. De todos modos, y teniendo en cuenta que el siglo ha dado clubes que son más que un club, no habrá de importunarte que Bukowski sea más que Bukowski, que algunos alumnos de periodismo fuéramos diseminando cuentos sin remite en que dejábamos patente que nuestra envergadura se debía a los concienzudos efectos del alcohol, como quien jura que su empresa “sólo produce imitaciones”. No tengo nada contra la escritura a 45 grados. Antes al contrario: se trata de un recurso de primer orden para que los aprendices desentrañen el misterio de la distancia crítica; al cabo, qué mejor autocrítica que la que impone la realidad cuando, al despertar, reparamos en la mujer que duerme a nuestro lado y nos decimos: “Pero… ¡cómo he podido!”. En otras palabras: nada como derramar versos salvajes para aprender que la escritura, la buena escritura, nos obliga inexorablemente a poner toda nuestra atención (y no sólo el 45%) al servicio de la inteligibilidad; y con inteligibilidad me refiero, claro está, a la feliz circunstancia de que al día siguiente de perpetrar la salvajada no musitemos: “Pero… cómo he podido”. Acabo ya. En nuestro afán de ser artistas barfly, hubimos de ascender el peldaño definitivo. ¿Existía una gesta más literaria que escribir borracho? Sí: emborracharse a secas. Yo mismo la practiqué durante años con resultados majestuosos, y estas líneas que hoy te escribo son un artefacto puramente sentimental, el tardío reconocimiento de una abultada derrota: lo mejor de mi mismo no apesta a Jameson, sino a lluvia.
Nada más desolador que eso que
viene llamándose el puntillo. Coger* el puntillo. Ir con el puntillo.
El puntillo es un chisporroteo frugal que nunca rompe en nada memorable, un bailoteo vergonzante a las puertas del infierno. Ya la sonoridad de la palabra, guasa en vilo, debería bastar para que fuese ajusticiada. Con todo, y siendo el puntillo
despreciable, más lo es su primo catalán, el puntillu. Cada vez que digo puntillu
aparezco, como por ensalmo de máquina de asteroides, frente a un foc de camp,
guitarra en cabestrillo y puff al fons del mar. El puntillo ha
macerado su andadura en boca de un ejército de santurrones que, en
algún instante de sus vidas, creyeron pertinente informar a sus iguales que ellos odian emborracharse, pero que no hay nada como ir con el
puntillo. El sumo sacerdote de esa cruzada es el periodista Iñaki
Gabilondo, quien, preguntado por la cuestión, proclamó: "Me
gusta mucho beber, pero no me gusta beber mucho", lo que prueba que el puntillo dio pie, sin saberlo Zapatero, al primero de sus quiasmos. Hay, por cierto, una
diferencia entre ir con el puntillo y coger el puntillo, y que
concierne al grado de premeditación. Ese matiz encanallado no es tan obvio como parece, pues para coger el puntillo
tienes que haberlo soltado en alguna ocasión, mientras que el que va
con el puntillo raramente lo suelta, y tanto es así que no es inhabitual decir de alguien que "siempre va con el puntillo"
sin que ese 'siempre' parezca inoportuno o acaso redundante. Las mujeres son, por su
naturaleza misma, las grandes apologistas del puntillo, pues en el
intento de blindar su risa floja, tratan de calzar la charla con la
cuña de su misma madera: "No sé vosotros, pero yo, con lo que
he bebido, ya voy un poco piripi". (¿He dicho ya que los quillacos no van con el puntillo, sino con el punto? Dicho queda.) Mas estábamos
con las mujeres: no hay nada que les endulce tanto la velada como salir con las amigas (¡only women!, le llaman), mientras el novio sale con los
amigo(te)s. Nada como ahogar la cena con un cosechero chino para luego, al reencontrarse con la pareja, y siempre a lomos del puntillo,
seguir empujando la Historia: "Dime, ¿me has echado de menos?". *En Tijuana, 'agarrar'.
La
izquierda española ha incorporado a su ADN la defensa de la memoria
histórica como piedra angular no ya de su credo cotidiano, sino
también de sus programas electorales. En nombre de la memoria (o, de
modo más preciso, de un magma melancólico en que se han ido
rebozando nociones tan vaporosos como el orgullo o la dignidad) ha
ordenado cambiar el nombre de las calles, derruir edificios,
desmantelar monumentos, retirar estatuas y aun borrar vestigios de
tiroteos en las fachadas de las iglesias. Por paradójico y aberrante
que parezca, en fin, el progresismo se ha valido de la memoria para
abolir todos los indicios que conducen a ella. El
ex presidente Zapatero representó la apoteosis de esa infusa
palabrería, que lo mismo servía para evocar la figura de su abuelo
(nunca a la persona, sino al símbolo) como para poner en entredicho
la existencia misma de la nación española. De algún modo, el mirlo
blanco del socialismo europeo trató de robustecer su discurso
instituyendo una línea divisoria entre españoles que, lejos de ser
novedosa, tenía mucho de versión posmoderna de las trincheras
guerracivilistas. A un lado, el frente memorioso, compuesto por
cándidos ciudadanos con ínfulas de Indiana Jones que querían la
verdad antes de votar; al otro, las fuerzas desmemoriadas,
integradas por un batallón de oficinistas de medio pelo a quienes
poco importaba que la piel de toro estuviera sembrada de cadáveres.
El terreno quedó abonado (y nunca mejor dicho) para peticiones tan
temerarias como la impugnación de la ley de Amnistía de 1977 o, ya
en un plano puramente tragicómico, la solicitud, por parte del juez
Garzón, del certificado de defunción de Francisco Franco,
extravagancia que dio pie a párrafos como el que sigue, publicado en El País. Sin
embargo, el magistrado [Baltasar Garzón] es consciente de que Franco
y todos los integrantes de la relación de golpistas que incluye en
el auto han fallecido. Hoy
sabemos que esa reivindicación de la memoria no tenía como
finalidad el justo acomodo del presente, sino identificar al
adversario con el franquismo. No hay más que ver el trato dispensado
por parte de la izquierda a las víctimas de ETA, convertidas de
pronto en un hatajo de resentidos que, con su afán revanchista,
pretenden entorpecer el 'proceso de paz', el advenimiento de ese
'tiempo nuevo' cuya divisa, antes que la memoria, es el 'pelillos a
la mar'. Así, mientras que el esclarecimiento de los crimenes
franquistas es una premisa de salubridad moral, el de los más de 300
asesinatos de ETA en busca de autor es, como poco, una muestra de que
las asociaciones de víctimas, inequívocamente instrumentalizadas
por la derecha, actúan movidas por el odio. Como es fama, ay, en
quienes todavía siguen vivos. Libertad Digital, 5 de febrero de 2014
Yo soy uno de los más depurados
ejemplos de eso que se llama vivir al día, y que consiste en que cada día 15 sobrevenga, como emergiendo del
ombligo del mundo, la pregunta cenital: "¿Pero en qué me habré gastado
yo el sueldo?". En mi caso, claro está, se trata de una pregunta retórica, pues siempre he sabido la respuesta. Para empezar, a
ninguna de mis amantes le han faltado flores ni palmas ni mozzarella
de bufala, y si lo que se terciaba era comer berberechos, qué menos
que unos Paco Lafuente. Del vino y los aceites también me encargaba
yo, no fuera a ser que nuestras vidas cayeran en esa trampa funesta
del "éste ya está bien" y su pariente mercadotécnico, la
marca blanca. Uno de los días más felices de mi vida (entiéndanme)
fue cuando, con el pretexto de una Nochevieja, me
gasté en Semon 400 euros en lentejas, foie y canalones. Entre todas las
mujeres a las que he amado, hubo una que, luego de tantos mohínes a
cuenta del derroche, cuando al poco de cenar preguntaba si quedaba algo de "ese licorcito tan rico" y yo respondía que sí,
que ya me había ocupado de renovar las existencias, suspiraba "qué
bien", como si el licorcito saliera de la nada, como si para que el amor estuviera en su justo lugar no hiciera falta un trabajo
silente y reconcentrado, y exponerse a todas horas a que a uno le
llamen derrochador, cual si fuera una tara en lugar de una virtud. No
debería sorprenderme que eso suceda en Cataluña, donde el pueblo
grita 'intelectual' con ánimo vejatorio, donde al que gusta demasiado
del placer lo acusan de tener el 'morro fi'. No sé, en fin, a qué
viene tanto restaurante michelin en esta tierra mía cuando lo cierto
es que la comida más excelsa que se sirve en las casas viene siendo
el pollo a l'ast, cadáver inmune al nitrógeno. Esa muchacha, según
les iba diciendo, saltaba de alborozo cuando se enteraba de que en mi
despensa había lo que, por principios (y tal vez era eso de los
principios lo que más me atemorizaba), se había negado a comprar.
Esa muchacha, ay, tan igual a esos hombres sin fisuras, a esos
gentiles impolutos que se niegan a contribuir a la colecta y, ya en el culmen de la fiesta, te susurran: "Oye, de eso que habéis pillado,
¿queda algo?".