viernes, 15 de marzo de 2013

Lecturas ejemplares

Hablaba el articulista José Antonio Montano sobre lo mucho que se escribe y lo poco que se lee, y ponía el ejemplo de los comentaristas que se lanzan a opinar sobre un artículo sin haber terminado de leerlo. Les delata, decía Montano, “algún detalle (por ejemplo, la recomendación de algo que ya estaba en el artículo)”. Hay, no obstante, una osadía mayor que la de esos comentaristas, y es la de algunos autores.

En ocasiones, y cuando parece que un asunto no admite más puntos de vista, vemos cómo alguien pretende una postrera vuelta de tuerca, la definitiva. En tales casos, uno espera al menos que el autor ilumine un aspecto desconocido del tema o aporte un matiz insospechado; lo que esperaría, en fin, de cualquiera que pretendiera clausurar una conversación diciendo la última palabra. Sin embargo, no es extraño que esa clase de aldabonazo recoja lo que ya han dicho otros, pero no porque el autor haya plagiado un artículo anterior al suyo, sino por puro desconocimiento. Mi amigo Xavier Pericay me decía una noche, dando un paseo por el centro, que le parecía increíble cómo individuos que se dicen expertos en la obra de Josep Pla, siguen escribiendo sobre dicho autor sin haber leído Aly Herscovitz.Cenizas en la vida europea de Josep Pla, el ebook que escribió junto con Verónica Puertollano, Arcadi Espada, Sergio Campos, Eugenia Codina y Marcel Gascón, y que supone un estremecimiento en la biografía del corresponsal del Ampurdán.

Hay veces en que la omisión es eso, una abstención deliberada a hacer constar en el texto el nombre de un colega al que se desprecia. Pero lo corriente, ya digo, es que el autor no haya leído leído nada sobre el tema (por incuria, desprecio o sectarismo), y escriba como si la vida emergiera a su paso. Ojo, ya no me refiero al hecho de que un columnista de El Mundo sepa lo que se ha publicado en El Periódico (lo que, por otra parte, sería su obligación); no, de lo que hablo es de que el columnista de El Mundo sepa lo que se ha publicado en El Mundo. Todavía recuerdo el artículo en que la columnista de El País Almudena Grandes convertía en millonarios a los 6.700 millones de habitantes del planeta a partir de una falacia… sobre la que RosaMontero, asimismo columnista de dicho diario, había prevenido allector un mes antes (al parecer, el bulo corría por internet).

Pues bien, a diario se producen decenas de casos como el de Grandes, quien, al cabo, puede permitirse la arrogancia de no leer a Montero y aun refocilarse en ello. Lo que no parece muy prudente es que tanto jornalero exasperado escriba en el vacío, sin ventanas ni pasadizos que conecten el texto con el relato general. La consecuencia, obviamente, es la práctica desaparición de ese relato, y la tendencia cada vez más acusada a que los periódicos, en lugar de la conversación infinita en que habían de convertirse gracias a internet, acaben siendo troncos milenarios donde unos y otros acudimos a frotarnos la espalda y dejar la meadita, sin que nos importe demasiado si nuestra deposición ha de integrarse en un discurso editorial, que, por lo demás, suele ser inexistente. La metáfora que utilizamos para designarnos, sin embargo, es algo más ampulosa que la del plantígrado: francotiradores, nos llamamos; hay 50 en cada periódico.

A rebufo de esta barahúnda, las relaciones de vecindad entre articulistas (célebre y fecunda fue la de Arturo Pérez-Reverte yJavier Marías en El Semanal) se han ido extinguiendo y, en su lugar, se ha instituido un código de hidalgos chalados por el que leer al vecino es poco menos que muestra de flaqueza. ¿Leer a ése? ¡¿Yo, a ése?! ¡Quia!

No me cansaré de insistir en que lo que distingue a los buenos articulistas no es lo bien que escriben, sino lo bien que leen; ni siquiera ‘lo mucho’: ‘lo bien’. ¿Que conlleva un esfuerzo? Naturalmente. Por eso el periodista Arcadi Espada cita a menudo artículos que 'ha tenido que leer', o de la penosa obligación de ocuparse, una vez cada diez años, de algo que ha escrito elnovelista Javier Cercas. Pero no queda otra.

En el colegio, cuando a un alumno accidentado le enyesaban un brazo o una pierna, era costumbre escribirle en la escayola una frase ocurrente o un simple deseo de restablecimiento. Por lo común, nadie escribía una sola letra sin haber leído antes lo que habían escrito otros. A ello empujaba, supongo, un cierto instinto narrativo, una inclinación natural a la ligazón, o acaso la familiaridad con esas dos cláusulas que ahormaban el tiempo: ‘resumen de lo publicado’ y ‘to be continued’. Y quien dice escayola, dice postal de cumpleaños: antes de escribir nuestra dedicatoria, leemos las que hay escritas, y que nos obligarán, probablemente, a avivar el seso.

Vuelvo a Montano. Porque eso, avivar el seso, es lo que hizo Montano cuando, en el empeño de escribir sobre Eugenio Trías, leyó, uno a uno, los artículos que se habían publicado sobre el filósofo en los días que siguieron a su muerte. Lo sé porque el mismo Montano lo fue voceando en Twitter, que así, y por una vez, servía para mostrar desde el minuto 0 las tripas de una composición periodística. Por prurito de admirador, no quiso hablar a humo de pajas ni revolotear en torno a ideas ya amortizadas en cualquier periódico de ayer. Ignoro si su artículo es el mejor, pero sí tengo la certeza de que es el más luminoso. Leánlo, ya verán. Y, si quieren redondear la experiencia, relean antes los twits en que Montano fue escriturando sus aviesas intenciones. Será, no lo duden, como cenar en El Bulli. Concretamente, en la cocina.


Unfollow, 10 de marzo de 2013

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