viernes, 29 de agosto de 2025

Un Gobierno que ayuda en casa

Sánchez tiene a España por una infrarrealidad que no merece sus desvelos, por un atolladero indigno de su solicitud. Por un marrón. Hitos de la wikiquote monclovita como «Si quieren ayuda, que la pidan» o «En CyL está calentita la cosa» denotan una indiferencia militante respecto a los españoles, progresistamente segregados de una agenda en la que sólo caben gallegos, manchegos, murcianos… Es esa parcelación la que faculta a subalternos como Puente y Bolaños a reclamar la atención de la prensa para puntuar la actuación de las administraciones autonómicas; los responsables del desastre, en efecto, transfigurados en mejides de ocasión. 

A vuelo de tuit, no hay problema nacional que no tienda a disiparse en la bruma competencial, al punto de que el Community Alfa se permite evacuar el siguiente zasca: «Si un presidente autonómico de mi partido estuviera de farra mientras el pueblo se ahoga, o mientras su territorio se quema, sería cesado de manera automática». Sin reparar, o acaso agarrándoselos como hiciera Rubiales, en que su jefe, el abajofirmante de los sucesivos estados de alarma en tiempo de pandemia, no suspendió su «farra» hasta una semana después de que se declararan los incendios. (Lo cual no obsta para repudiar la prescripción populista por la que los gobernantes deben acudir, disfrazados de bombero, a su pirocúmulo de proximidad, una teatralización que nada tiene que ver con la provisión de soluciones. A menudo olvidamos que Schröder, en 2002, no sólo se calzó unas botas de agua; también drenó el arrebato de los damnificados repartiendo miles de millones de euros.) El mandato primero es que la región se cueza en su desgracia, en espera de que el presidente adversario acabe por claudicar y pida ayuda. 

El presidente adversario, consciente de que se está librando una batalla que no tiene más propósito que señalarlo como incompetente, dice bastarse y sobrarse, en la errónea creencia de que la catástrofe no es española, sino leonesa, zamorana o cántabra. Ni siquiera la evidencia de que Galicia y Extremadura también arden lo disuade de su terquedad autogestionaria. Huelga decir que la vastedad de los estragos no desvía de su cometido a Sánchez; antes al contrario: ahora, en lugar de disparar contra una CCAA del PP, puede hacerlo contra tres, siquiera en modo dadivoso. 

Para entonces, el presidente adversario ya no sabe exactamente a quién dirige sus ruegos, si a Ayuso, a Bruselas, al Ejército o a la virgen de Fátima. Se suceden, al punto, las grotescas imágenes de madrileños socorriendo a vallisoletanos, asturianos auxiliando a palentinos y pacenses dando cobijo a cacereños. Todo, para deleite de un satrapilla que, tras haberse rodeado de millares de asesores (y asesores de asesores de asesores), contempla desde su atalaya los singulares coros y danzas en que se va desmigajando el principio de ciudadanía.

El colofón, como acostumbra ocurrir desde que Sánchez está al mando del «concepto discutido y discutible», es plantear un pacto de Estado, esto es, afanarse en que los súbditos sigamos en babia y con la mascarilla puesta, ignorantes de que ese pacto de Estado ya existe y se llama España. 

 The Objective, 29 de agosto de 2025

domingo, 17 de agosto de 2025

Chic platinum refugees

España ha venido acogiendo este 2025 a una novísima generación de refugiados. No, no hablo de refugiados climáticos, ambientales o del FMI, categorías ya trasnochadas, sino de un tipo de paria que ha cruzado el umbral de lo disruptivo, de una cohorte de pioneros en la que palpita el ansia de refundar el mundo. A los refugiados que me refiero es a los autorrefugiados, esto es, a refugiados que lo son porque se perciben como tales, porque así lo dicta su conciencia morena.

Los especímenes en cuestión, nómadas en busca de los ángulos de la tranquilidad, huyen de la América de Trump, que, al decir de uno de ellos, Benjamin Gorman, en declaraciones a El País, «se ha convertido en una fuente de bochorno». Gorman, escritor, se ha instalado en un piso del Gótico de Barcelona con su pareja, queer y neurodivergente, y le hije de ambos, transexual y no binarie (ah, y tres perros y dos gatos). «La Historia nos enseña que los primeros en irse parecen locos», afirma, «pero los últimos no salen». Otro de los miembros de la avanzadilla es Fred Guerrier, madrileño de Nueva York y dueño de una productora de anuncios para oenegés que había visto drásticamente reducidos los contratos de la Administración, cuando en los últimos años, asegura, jamás le había faltado el pan gracias a que «conoce muchos políticos». Ni que decir tiene que ha elegido el país y el momento adecuados. Les presento a Chris Kelly, «californiana de melena rubia y ojos azules» que ha alquilado un piso (2.000 euros mensuales) en el Ensanche barcelonés, en el que vive con su hija mulata, que allá en San Diego «se había empezado a sentir incómoda por su color de piel», y para la que ha encontrado plaza en un colegio americano en Gràcia. De California también procede Deborah Harkness, 56 años, dedicada a los recursos humanos en la industria tecnológica, y que pagaba por su apartamento en San José, de una sola habitación, 3.200 dólares. Deborah ha encontrado en Málaga «todo lo que buscaba», a saber, «raíces profundas, energía creativa, acceso a la naturaleza, buena atención médica y un costo de vida más bajo». Muy cerca, en Nerja, ha fijado su residencia (comprada con golden visa) Richard Cope, judío de Rhode Island con un hijo gay, que sabe «demasiado bien lo que sucede cuando una sociedad crea grupos marginados».

Todo lo que acaban de leer es real. Mas no teman, pues a diferencia de los habituales gentrificadores, estos no encarecen el precio de la vivienda y, además, llegan animados por la voluntad de ser «miembros positivos» de la comunidad, lo que, traducido al español, significa que se pondrían el lazo amarillo al primer toque de corneta. Por lo que cuentan, es incluso probable que la huella de carbono que emiten sea ínfima. Incomparablemente menor, en cualquier caso, a la que van dejando por doquier esos venezolanos de extrema derecha que han colonizado el barrio de Salamanca. (Ahora bien, no estaría de más que alguien les explicara que la vuelta de Trump es una reacción autoinmune desencadenada, en gran medida, por su indigesto wokismo.)

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Pie. Estos días se ha divulgado una foto en la que veíamos a la vicepresidenta segunda del Gobierno y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, junto a un rimero de numerarios. Posaban risueños tras haber dado cuenta de una mariscada tipo la Chalana, los vestigios aún sobre el mantel. Díaz, recuerden, denunció el pasado febrero en los micrófonos de la Cadena SER que un periodista, en un corrillo en el patio del Congreso, le había dicho que estaba «cada día más guapa»; «sin que le importara», subrayó, lo que ella «hubiera dicho en la tribuna». Se comprende, así, que restrinja el círculo de aduladores a quienes, como poco, tienen en alta estima su contribución a la política española. Tal es la fórmula con que nuestra besucona afianza «espacios seguros» en su metaverso ventorro.

Refugiados, estos sí. La ofensiva terrorista rusa en Ucrania se ha cobrado cientos de miles de vidas, un dato que, acaso por difuso, suele deglutirse sin reparos, casi con arreglo a la trivialidad que Stalin, en la célebre sentencia que se le atribuye, concedía a las estadísticas. Más ni siquiera redondeos como el que cifra en 10 millones el número de desplazados ucranianos (la mayor crisis de refugiados en Europa desde la Segunda Guerra Mundial) o las abundantes pruebas de que Putin ordenó en 2022 operaciones de exterminio de civiles, como las de Bucha o Izium, han inspirado a quienes el día 8 de octubre de 2023 acusaban a Israel de «genocidio», nada que no sea un desvergonzado «No a la guerra». 

The Objective, 17 de agosto de 2025