Si la inercia hubiera hecho su trabajo, Julio Valdeón habría cogido un tren en Valladolid y se habría bajado en el Varela, dispensario madrileño de venenos y agasajos, con el propósito de cultivar el arte del maletilla, en la confianza de que la tenacidad le acabaría abriendo las puertas de un periódico nacional. Pero cogió un avión y se bajó en el Bronx. Era 2005 y creyó que la escala le permitiría hacerse un nombre como corresponsal omnívoro, en un tiempo en que el sintagma aún no era un pleonasmo y los escritores de prensa nadaban en aguas abiertas por estricto imperativo del oficio. Valdeón entrevistó a Gay Talese, reseñó mil conciertos, informó de la huelga de porteros, evocó los últimos linchamientos de negros a manos del Klan, ¡y escribió en Factual!... La circunvalación se prolongó, quién se lo iba a decir, hasta 2021, año de su regreso a España. En el corazón de ese ínterin, casi una vida dentro de otra, murió su padre y, al punto, él y su pareja, Mónica, emprendieron una escapada con sabor a desquite. Ruta 61. Las notas de aquella peripecia acaban de publicarse con el título de Autorruta del sur (EfeEme).
El gran atractivo del libro es, precisamente, cómo el duelo se convierte en un reventón de vida, en una sed inaplazable de carretera, de whisky, de sexo, de recitaciones de poemas a dos voces en moteles inmundos y relumbrantes. Rafa Lahuerta, en su canónico La promesa dels divendres, no se anda con circunloquios: “Se había muerto mi padre, sí, y yo tenía ganas de follar”. De esa misma pulsión, de la imprescriptible dialéctica entre el eros y el tánatos, se alimenta, en parte, Autorruta...
La muerte de Julio Valdeón Baruque, en efecto, se entrevera desde el arranque con la de leyendas como Elvis Presley, Johnny Cash, Muddy Waters… en una búsqueda reverencial que tiene algo de huida y algo de introspección, un errar sin iPhone por el que Julio Valdeón Blanco trata de entablar contacto, siquiera a partir de oportunas sinécdoques (un museo, un chismorreo, una canción, una entrevista) con los cientos de fantasmas que en forma de vinilo pueblan hoy el salón de su piso en el Retiro. Al cabo, el género en el que Valdeón se ha desenvuelto como nadie es la necrológica, y Autorruta… tiene algo de majestuoso desfile de cadáveres, de misa gospel por los campeones del blues, el soul, el jazz (y también, y quizás más efusivamente, por los subcampeones), por ese batallón de biggersthanlife que a cada etapa del tour van recobrando una insospechada actualidad, si no una segunda vida.
Temí que el libro me enfrentara a lo que los doctores en gramática (entre ellos, Steven Pinker) llaman la maldición del conocimiento, es decir, a un lenguaje tan infestado de sobrentendidos que resultara inaccesible incluso para quienes, como yo, nos ufanamos de musiqueros y, por qué no decirlo, de modernos, bien entendido que la modernidad es, sobre todo, una ventilación.
Mas si Autorruta… es un libro mayúsculo también se debe a que, antes que un tratado enfático, es un dietario y un atlas, una canción de amor y un homenaje a s patria de prestado, una guía desaconsejable y un balbuceo hipnótico, un ensayo musical en el que la música es un señuelo.
Para ese tangible que es la amenidad, tan cruciales son los vaivenes temáticos como que Mónica atempere las tentativas de exuberancia de JVB, un autor torrencial al que conviene embridar de vez en cuando. Ella conduce, ella lleva las cuentas, ella reprende a Julio por los excesos, ella le hace notar la estrechez de un presupuesto que desaconseja el chuletón kingsize de la casa o una cerveza más… No tengo pruebas, pero tampoco dudas: ese mandato es el que lima su escritura. Que Valdeón lo acate sin rebajar una nota de autenticidad es, además de tantos relámpagos gozosos, lo que hace de Autorruta… su obra cimera.
The Objective, 22 de junio de 2025