domingo, 9 de febrero de 2025

El 47, ¡la lucha sigue!

El suelo de los autobuses madrileños es una suerte de rayuela en la que están delimitados, a base de pictogramas amarillos, los asientos reservados a viejos, a embarazadas, a gordos… La señalética, tan estridente como zafia, recuerda a aquel Twister de mi infancia, o a los modernos chiquiparks que frecuentaba en Barcelona con mis hijas (¡parques de bolas, les llaman aquí, por lo que no descarto que el asesor lingüístico del Ayuntamiento sea Álex Grijelmo!).

El tramo intermedio está asignado a madres con cochecito de bebé, a mujeronas con carrito de la compra y a minusválidos en silla de ruedas, que disponen de la preceptiva rampa extensible para subir y bajar del vehículo; no dejo de maravillarme ante el bárbaro espectáculo de la civilización, por mucho que algunas de sus expresiones me lleven a pensar en una performance del Reina Sofía dedicada a los veteranos de la guerra civil. 

El reducto trasero del coche, destinado a la cohorte normativa, lo pueblan escolares purulentos, latinas incontinentes y oficinistas que ignoran que lo son.El primer día de mis ya cinco años de usuario, me llamó la atención que, además de que a cada grey de vulnerables le correspondiera una confortable celdilla, hubiera agarraderas de punta a cabo de la barra transversal. La explicación es que, por más que a la empresa no se le pueda objetar su vocación inclusiva, los buses son puramente tercermundistas, de acelerones y frenazos que tumban a cualquier joven que se haya aventurado a viajar de pie. Qué digo, tercermundistas; he viajado de Ammán a Áqaba en coche de línea (dejémoslo en coche de línea) con bastantes menos sobresaltos.

A excepción de dos chóferes de la línea que utilizo, y que, por prurito de profesionalidad, tratan de mimar al pasaje; de ese par de cooperantes humanitarios, en fin, que mitigan como buenamente pueden ese remedo de Speed que son los transportes rodados madrileños, hay que estar en guardia, lo cual significa, a no ser que seas un neotullido homologable, adquirir conciencia de cochino en un camión que circule por la A7. Y dejar de leer.

Suban a un autobús barcelonés y sabrán por qué Barcelona, con su decadencia a cuestas y a pesar de los barceloneses, sigue siendo superior en tantos aspectos a Madrid. Cada vez menos, es verdad, pero no crean que tanto: un metro en el que tienes que arrodillarte para saber a qué estación has llegado porque la cristalera del vagón queda por debajo (muy por debajo) del rótulo, no es propio de un hub de súperhubs, sino de una ciudad a la que de vez en cuando hay que bajarle los humos.

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Una y más

El 47, cine de barrio. Murcianos recién llegados a Barcelona que se desenvuelven en catalán a golpe de rústicos tartamudeos, tan representativos de esa hombría inacabada a la que se refería Pujol. ¡Cómo no emocionarse ante su firme voluntad no ya de comer caliente, sino de que Cataluña los tolere! ¡Cómo no aplaudir ese anhelo de ser, antes que ciudadanos, charnegos de ley! Y qué me dicen de Sor Vital, que más que pareja de Manolo es su comisaria de nivel B. Hasta la cara tiene. La construcción nacional era techar chabolas de la puesta al alba, y parece pertinente que el director de la película, Marcel Barrena, nos lo recuerde. Así como que agradezca que sea escritor (¡”agradezca” y “escritor,” un tipo que nació en 1981!) no a la escolarización o a su talento, sino a la trama clientelar de asociaciones que tejieron el PSUC, Convergència y el PSC: esplais, casales, ateneos… 

Ciertamente, hay pocos hijos del nacionalismo mejor acabados que Barrena, pues su servidumbre ha llegado tan lejos que, viendo la peliculita, me sobresaltó la duda de si yo, que nací en la Barceloneta en el 69, no hubiera anhelado vivir en esa apacible comuna equipada con cine de verano, quiosco al fresco, delincuencia bajo mínimos, solidaridad a espuertas y profesores particulares… Cómo abjurar, en fin, de la fantasía bastarda que soñó Colau, que es, en el fondo, lo que este aprendiz de Rufián pretende fabular retrospectivamente, atreviéndose incluso a rellenar los huecos con Gegants del Pi, que ara ballen, ara ballen. Tal que los relojes que lucían los vaqueros de Almería, pero con catalana premeditación.

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Otra y más

Marcel Barrena, director de El 47: “Torre Baró ha mejorado mucho, pero siguen como en otra época. No les llega Telepizza ni Amazon, están en la colina, siguen detrás de la montaña. La lucha sigue.”

Carolina Yuste, protagonista de La infiltrada: "Como sociedad, hay algo que no nos podemos permitir; usar el dolor, la herida, de toda una sociedad y de las víctimas, como armas arrojadizas y para sacar rédito en ciertos lugares".

The Objective, 9 de febrero de 2025

Fe de errores: El autor que se declaró "orgullosamente charnego" y celebró su triunfo como guionista de Casa en llamas cual si fuera un éxito colectivo, atribuible a "l'escola pública, els esplais, els casals i les places públiques", no fue Marcel Barrera (1981), sino Eduard Sola (1989).

domingo, 19 de enero de 2025

Lynch en el Casablanca

«Recomendamos puntualidad para no perderse el corto Coffee and Cigarrettes». Tal era la leyenda, a mitad de camino entre la cordial ordenanza y la instructiva monserga, que acompañaba en enero de 1988, en la cartelera de La Vanguardia, la programación del Casablanca. Los fajines no eran privativos de las salas de versión original; el denuedo prescriptor, vagamente editorializante, que impregnaba las secciones de cultura de los periódicos, lo mismo ceñía espesuras del tipo Dublineses, en el Capsa («Por respeto a esta obra maestra, no se permitirá la entrada en la sala una vez iniciada la proyección»), que fritangazos a lo Perseguido, en el Pelayo («Nadie lo ha conseguido, pero Schwarzenegger tenía que intentarlo»). 

Aquel invierno, frente a los Jardinets, la melancolía tragicómica de Down by Law y Coffee…, de Jim Jarmusch, compartía cartel con la ópera prima de Spike Lee, Nola Darling, en la que ya palpitaba la insolencia reivindicativa de Haz lo que debas. Un año antes, esa doble madriguera de taquilleros malcarados, cinéfilos de Dirigido Por, adolescentes de tabardo y cisne-cuello-negro; aquellos dos agujeros, en fin, sala 1 y sala 2, donde la incomodidad era una suerte de gloriosa penitencia, donde en una sala se oían con embarazosa claridad los diálogos de la otra y viceversa, y el camión de la basura de Riera Sant Miquel suspendía la credulidad en ambas, habían extendido a la madrugada el horario de los fines de semana.

Blue Velvet, que se había estrenado en el Tívoli a finales del 86 sin apenas sobresaltos, copó la sesión golfa del Casa durante meses, y dos adolescentes de 14 y 17, hermanos, se decidieron, más desafiantes que expectantes, a devorar la experiencia de infringir el sueño en un lugar desacostumbrado. Fue el único lance que, en los veinte años siguientes, propició que 14 y 17 abrocharan la vuelta a casa con una conversación nerviosa y saludable.A 14 y 17 les puso cachondísimos Dorothy Vallens. A 14, hum, le descolocaron la oreja y el aspersor («Esto qué coño es»), y a 17 le fascinó que la vida pudiera detenerse para que un clown cantara In Dreams. Al poco, 17 compró la BSO, más para lucirla con sus invitados que por verdadero interés, y no tardó mucho en hacerse con los vinilos esenciales de Roy Orbison, en un diagrama en árbol, puramente bacteriológico, que ya no se detuvo.

Del Hombre Amarillo, 14 y 17 prefirieron no hablar, probablemente por vergüenza ajena, mas ni siquiera esa y otras ridiculeces fueron óbice para que 14 fardara de nuit y 17 empezara a recomendar Blue Velvet con esa vehemencia «típicamente borracha» de la que hablaba Paco Rabal en Átame. No lo hacía solo con el propósito de que su círculo hiciera acopio de buen gusto; le envanecía escucharse decir «extrañeza», «hipnótico», «patetismo», «submundo». Algo ligó. 

Hoy, en la Biblioteca Eugenio Trías, 55 se ha afanado en buscar las críticas de entonces a Blue Velvet. Y ha dado con la que escribió José Luis Guarner, en noviembre de 1986, y que le ha llevado a sonreírse de la impugnación, con efectos retroactivos, de las convicciones que forjaron el aprendizaje de 17, tan erradas. Y se ha admirado de la inspiradísima intuición de 14.

La acción transcurre en Lumberton, un lugar cualquiera del corazoncito de América, plácido, convencional, tan naif como una de las pinturas de Norman Rockwell. Pero en el cine de Lynch el mal acecha, y el insípido héroe, un jovencito que atiende por el nombre de Jeffrey, se encuentra un día con una oreja humana, que las hormigas roen con aplicación. «¿De quién será ese cartílago?», se pregunta el bueno de Jeff, que tiene una novia tan sosa como él, Sandy -interpretada por Laura Dern, que forma la pareja de actores más calamitosos reunidos en una misma película que recuerda el cronista en mucho tiempo.

En su búsqueda, quién sabe si iniciática, Jeff da con una mujer joven y misteriosa, prostituta de día y cantante de noche -Isabella Rosellini lucha, voluntariosa, con ese personaje que no le va- con aparentemente «Terciopelo azul» como única pieza de su repertorio.Y una vida desconocida de bajeza y corrupción se abre ante sus ojos, al descubrir cómo la atormenta uno de sus clientes habituales, un drogadicto feroz, sádico y maníaco -una ocasión de oro para sobreactuar que Dennis Hopper no desaprovecha.

En suma, estamos ante un cuento de hadas moderno a lo Gutiérrez Aragón -quien hubiese titulado esta película «Orejas en el jardín»- donde un príncipe ingenuo trata de rescatar a la princesa de las garras del malvado ogro. Solo que príncipe y princesa se revelan bastante viciosillos y aviesos toques de tortura, sexo y muerte adornan el cuento, en un mundo siniestro que existe, irónicamente, en la América provinciana y más feliz.

Hay muchos toques de humor negro, sin duda, que son agradecidos, pero no impiden que la película sea en exceso larga, pretenciosa y tan rellana de símbolos baratos como un pavo de trufas por Navidad. Pero Lynch la ha armado de forma bastante ladina para que pueda convertirse en otra pieza de culto. Habrá que esperar su nueva realización, Ronnie Rocket […], para disipar la duda de si el autor es el poeta surreal y mórbido que pretende ser, o un Buñuel de supermercado, un mero gestor de monstruitos de barraca de feria.

The Objective, 19 de enero de 2025