viernes, 25 de septiembre de 2020

Sánchez y Ayuso

La equiparación entre Isabel Díaz Ayuso y Pedro Sánchez a la hora de evaluar el fracaso español en la contención del coronavirus es el último grito en equidistancias. A semejanza de lo que ocurrió en Cataluña, se trata de hacer pasar la frivolidad, el dolce far niente de la vida contemplativa, por un alarde de sensatez e incluso de integridad.
Cual si rindiera a su público una prueba de independencia, de insobornable lucidez, el demediador demediado divisa el incendio y reparte negligencias a diestro y siniestro, según una modalidad de tercerespañismo más emparentada con quienes ni saben ni contestan que con Chaves, Costa o Madariaga, y cuyo único propósito, en verdad, es mancharse lo menos posible.

La Comunidad de Madrid ha incurrido en errores, y la propia Ayuso los ha reconocido sin remilgos, disculpándose por ello y admitiendo que hay aspectos de su gestión que habría resuelto de otra forma. Con todo, un porcentaje abrumador de la indeterminación con que, en algunas ocasiones, ha actuado su Gobierno, o de los riesgos que ha asumido en otras, son imputables a la voluntad de guardar el equilibrio, inexorablemente precario, entre dos obligaciones: la de velar por la salud y la de evitar la ruina; ambos convergen en un mismo punto: salvaguardar la vida.

Detrás de las deficiencias de Sánchez, en cambio, siempre ha habido un indisimulado afán por, en los primeros días de la pandemia, anteponer su agenda ideológica a la emergencia sanitaria y, desde entonces, servirse del derrumbe para tratar de desproveer de legitimidad a la derecha y convertir nuestra monarquía parlamentaria en una república tintinesca. Por el camino, ha instituido una doble contabilidad mortuoria (la gubernamental y la antigubernamental), ha llamado a sus esbirros a retorcer el dolor, ha fabulado un comité de expertos a cuyas reuniones, no lo olvidemos, decía asistir ("¡hay que ver lo que aprendo!", llegó a apostillar), ha tomado al asalto las instituciones y ha usurpado el papel de la Corona acudiendo a la Real Casa de Correos como los Reyes acuden a consolar a los deudos en los funerales de Estado (y eso en el mejor de los casos, pues tuvo la osadía de proclamar que él iba a ayudar, como aquellos hombres que, antiguamente, ayudaban en casa).

La política, cualquier política, es inseparable de la moral que la sostiene, de ahí que no quepa comparar a quien trata de sofocar el incendio con quien, entre ostentosas tribulaciones, va calculando el terreno edificable. Con el equidistante al fondo tocando la lira.

The Objective, 25 de septiembre de 2020

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