Paradójicamente, tampoco Pablo Casado está a salvo de que le endilguen, más pronto que tarde, el escapulario de derechista feroz, pues a poco que franquee el umbral de lo que La Sexta considera admisible, será acusado de «recuperar su perfil más intransigente», «volver a las andadas» o «acercarse a Vox». Los titulares que jalonan la trayectoria del conservadurismo operan a modo de módulos prefabricados desde que El País alumbró en 2001 el seminal «el PP se queda solo», acechando el realismo mágico, puramente sinestésico, de una soledad de 10 millones de votantes. Por lo demás, José Luis Martínez-Almeida, al que sigo con atención desde que Emilia Landaluce empezó a ensalzar como azote del carmenismo, no debe de ignorar que su popularidad (merecida, en cualquier caso) obedece fundamentalmente al plácet que le ha otorgado la biempensancia, siempre necesitada de un Gallardón al que poner como ejemplo de político ejemplar al que, eso sí, «no votaría nunca», según ese paternalismo que osa arrogarse la elección de que lo que conviene, o no, al votante popular. Que esos salvoconductos los extiendan gentes que no aspiran sino a desmantelar lo que llaman el régimen del 78 da la medida del atolladero en que se halla España.
The Objective, 19 de agosto de 2020
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