sábado, 17 de enero de 2015

Lo que nunca perdiste

El Interior (así, con mayúscula) es el seco topónimo con que los argentinos designan lo que no es Buenos Aires. Martín Caparrós lo exploró en 2004 y 2005 con la certidumbre de inmiscuirse en una suerte de territorio inverso o, si se quiere, un 'no lugar'. Fueron 30.000 kilómetros para los que el autor precisó tres expediciones, por más que la destilación del viaje no recoja esa minucia, favoreciendo el espejismo de una única circunnavegación con origen y destino en la capital. Caparrós no viajó solo. Se hizo acompañar por Erre, su automóvil, que deviene en un personaje más del relato, un fiel-escudero que, entre achaques y gimoteos, insufla al viajero una cierta conciencia del camino. Sus intenciones son tan diáfanas como taxativas: pretende, nada menos, que la patria se adhiera a su piel para así bosquejar una definición plausible de lo argentino, de la argentinidad. Por lo demás, su único bagaje es un antiquísimo mandato paterno: "Si es por buscar, mejor que busques lo que nunca perdiste", rogativa que irá jalonando sus días de principio a fin, unas veces cual afable ritornelo y otras como horrísono martillo pilón. La búsqueda de Caparrós no es metódica ni obcecada; su anhelo, atrapar la Argentina en la malla de una narración, es lo suficientemente vasto como para que su deambular sea eso, un merodeo tan lascivo como parsimonioso, un errar con brújula que le lleva, a lo largo de casi 700 páginas, a encararse con un país herido de afrentas. Le interesa confrontar su voz con las voces de los hombres que va encontrando a su paso, bien entendido que, como escribió Shakespeare, un lugar no es mucho más que sus lugareños. En ese afán, Caparrós nos regala historias tan delirantes como la de los mellizos Ochoa, horma y paradigma de una historia universal de la corrupción todavía inédita; o la del monte de la milagrera, epítome de una Argentina orgullosamente magufa; o la del santuario cementero de Anillaco, reflejo menemista de todas las Marbellas que en el mundo son. En la mirada del viajero no centellea la más mínima apetencia antropológica, mas no por ello rehúye antipostales como la del pastor que se aparea con sus cabras o la del carnicero que despieza una vaca preñada; flashes, en suma, que dan cuenta de un descarrío cuyo contrapeso se halla en la pléyade de quijotes que, ya sea en el campo de la sanidad, la educación o el periodismo, no cejan en el compromiso de mantener a flote un asomo de civilización. A Caparrós (quijote él mismo a su pesar) le incumbe la dialéctica entre el atraso y el progreso, mas su verdadero horizonte, insisto, es la identidad. Con una particularidad: en lugar de ocuparse de lo que distingue a unos argentinos de otros, según ese relativismo tan en boga que da en recalcar las diferencias entre iguales, pone el foco en las semejanzas. Sus notas, así, cristalizan en retahílas que evocan lo común, argamasa que a menudo se reduce a las gangas de los mercadillos: camisetas fabricadas en China, cedés truchos, anteojos para sol... Probablemente, nos previene el autor, ya no quepa hablar de países, sino de letanías mercantiles; inventarios, por cierto, tan prolijos y minuciosos que no resulta osado imaginar al viajero transitando esas plazas grabadora en mano, canturreando cuanto iba viendo como un Gambardella de bigote alambicado y calavera bruñida. Precisamente esas enumeraciones obran el milagro de que el viaje sea, antes que un magma legible, un artefacto audible. A ello contribuye el cuidado del autor para con el habla sureña, esos ‘vos sabés’ que sumen al lector (al oyente) en el paisaje de un modo parecido a como los libros del ojo mágico inducían visiones psicotrópicas. De hecho, la escritura de Caparrós es tan cristalina, tan rutilantemente coloquial, que algunos pasajes asemejan destellos fractales; así, la prosa se torna en verso, el verso en soliloquio y el soliloquio en mantra, cual si cada recodo del paisaje exigiera un tributo de singularidad. Esa incesante reflexión en torno al lenguaje lleva adosada una rémora de melancolía, pues el hombre que viaja no pierde ocasión de mostrar su recelo respecto al hombre que escribe, de exhibir su poca fe en que la palabra sirva al cometido de aprehender la vida. Sinópticamente, El Interior es un torrencial desmentido de los tópicos que lo asuelan, ya se trate de la extendida creencia de que carece de ciudades (cuando, en verdad, constituye un páramo eminentemente urbano), o de la hinchazón de las cifras de homicidios (inferiores, en realidad, a las de las víctimas de accidentes de tráfico). Pero, sobre todo, El Interior es el rarísimo, orgiástico espectáculo de un hombre pensando a cielo abierto. En una de sus últimas bocanadas, Caparrós desliza la promesa de un viaje por la Pampa. Desde entonces aguardo en las afueras de Buenos Aires a que pase Erre para sumarme de nuevo a la expedición.


Letras Libres, 15 de enero de 2015

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