viernes, 3 de enero de 2014

Seis años antes, seis años después


Como es costumbre cuando Xavier Pericay cruza el charco desde su Palma de adopción a su Barcelona natal, nos habíamos citado para lo que solemos: festejar las venturas y relativizar las desventuras. Por alguna razón, en lugar de nuestra cena de rigor, tomamos un aperitivo en la cervecería Moritz, en la Ronda de San Antonio, a tan sólo unos metros de la esquina que albergó, a principios del siglo pasado, el restaurante Patria. Las primeras nociones sobre cómo evitar que las ideas se amontonen hasta formar un cuello de columna me las enseñó Pericay a principios de los noventa en la Facultad de Periodismo de la UAB. Nunca he dejado de asistir a sus clases:


–En marzo de 1930, en ese restaurante, el Patria, se celebró una cena de políticos e intelectuales de izquierda a la que acudieron Azaña, Serra i Moret, Campalans, Álvarez del Vayo... Es uno de los escenarios de Compañeros de viaje, que, por cierto, estoy a punto de terminar.

Meses después, cuando lo hube leído, supe que fue en ese restaurante donde Azaña pronunció el discurso que sellaría la unidad de destino entre el republicanismo federalista y el nacionalismo catalán.

En resumen: queremos la libertad catalana y la española. El medio es la revolución; el objetivo la República, y la táctica oponer una barrera inconmovible al confusionismo y a la bastardía. Si estamos de acuerdo en todo esto bien podemos esperar que nuestra visita a Barcelona será inolvidable.

A decir verdad, recordaba vagamente esa azañada por un viejo artículo Horacio Vázquez-Rial. Ignoraba, eso sí, que el político español hubiera pretextado una cefalea para ausentarse del programa de actos que le había llevado a Barcelona. No viajó solo. Azaña encabezaba una delegación de una cincuentena de intelectuales castellanos a quienes habían invitado sus análogos catalanes en agradecimiento por la solidaridad expresada seis años antes, cuando la dictadura del general Primo de Rivera promulgó una serie de decretos prohibiendo la enseñanza y el uso público de la lengua catalana. Por las filas castellanas formaban, entre otros, Gregorio Marañón, Pedro Sáinz Rodríguez, Ernesto Giménez Caballero, Ramón Gómez de la Serna y el propio Manuel Azaña; en las catalanas destacaban Amadeu Vives, Carles Soldevila, Josep Pla, Josep Maria de Sagarra y Joan Estelrich, secretario, mano derecha y, en suma, hombre para todo de Francesc Cambó, y que fue, de hecho, quien alentó el encuentro.

Pericay, lectívago empedernido de periódicos de ayer, se zambulle en esos días para narrar lo que, tomando en consideración el fervor popular que suscitó el evento, bien puede tenerse por el gran derby secular de la intelectualidad. Las instantáneas que nos brinda no dejan lugar a dudas: arracimado al pie de los más excelsos balcones de la ciudad, incluyendo los de la plaza de San Jaime, el pueblo jalea las arengas del all stars del pensamiento patrio con la misma fogosidad con que hoy aplaudiría el docto balbuceo de un Guardiola.

La inmersión del autor en el pasado también es estilística. Pericay, aquerenciado en una escritura tan pulcra como delicada, en una sintaxis que, por el procedimiento de ir soltando y recogiendo carrete, irradia un sosiego parecido al de ese viejo periodismo al que ha consagrado parte de su obra ensayística; Pericay, decía, termina por ser un miembro más de la comitiva de intelectuales, algo así como un fedatario tan mordaz como socarrón que, entre bambalinas, va subrayando maliciosamente las pequeñas miserias de cada una de sus criaturas.

Su proverbial ironía, no obstante, va dando paso, a medida que se suceden los discursos y los días, a un rictus melancólico. Hubo un tiempo, sugiere, en que en España todo fue posible; también la concordia entre catalanes y castellanos (por más que las supuestas diferencias entre unos y otros, y esta acotación es mía, parezcan más volubles que sustanciales, como volubles son, en cierto modo, esos discursos en que unos y otros se deshacen en lisonjas).

Mas el huevo de la serpiente se estaba ya incubando, lo que nos lleva de nuevo a la confluencia de las calles Muntaner y Sepúlveda, es decir, al restaurante Patria, donde Azaña, contraviniendo el espíritu que presidió las jornadas, proclama ante un grupo de comensales de su cuerda que debajo de la playa, ay, están los adoquines.

Seis años después, el estallido de la guerra civil sacaría a relucir la inutilidad de los arrumacos entre castellanos y catalanes. El dogmatismo impreso en el discurso patrio de Azaña, en cambio, seguiría vigente. De algún modo, esa vigencia se proyecta sobre la España de hoy en día, pero no porque Pericay recalque los paralelismos de forma explícita, sino precisamente porque, al evitarlo, provoca que la podredumbre del actual momento español se perciba con pavorosa nitidez.

(No me resisto a transcribir la única nota de orgullo autorreferencial que hay en las cerca de 400 páginas de Compañeros de viaje. No fuera a ser que, antes que los hombres, sea Dios quien acabe celebrando a Pericay:

Como no recogerá tampoco la adhesión de Fernández Almagro, por lo que el periodista granadino hará lo mismo que la escritora santanderina [Concha Espina], esto es, mandarle al factótum de todo [Joan Estelrich] una carta en la que reiterará lo ya expresado en una carta anterior. Por si acaso. Que es como decir, con algo de sordina, "para la historia".)


Libertad Digital, 1 de enero de 2014

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