El nadador llegó a la ciudad de Hama y
preguntó por la matanza, en febrero de 1982, de más de 20.000
musulmanes suníes. Llevaba consigo el polvo del desierto y un resto
de curiosidad que la deliberada amnesia de los lugareños fue
atizando. La recomendación menos humillante que le salió al paso
fue que admirase las norias del río Orontes. Al nadador le indicaron
cómo llegar al mejor restaurante de la ciudad y tomó asiento en un
balconcillo pestilente donde la tarde se angostó, frenética, entre
el horrísono crujido de la madera y el estruendo acuático que, cada
tanto, salpicaba su rostro. En el puente de la izquierda se apiñó
un enjambre de críos y el nadador, ávido de algarada, se acercó a
la barandilla. Al punto reparó en que esos críos clavaban la mirada
en la almena hidroeléctrica del torreón contiguo. El mejor saltador
de Hama, Rashid, brindó su cuerpecillo al aire y las norias contuvieron
el aliento.
La democracia española nació al periodismo de investigación con Golpe mortal, el concienzudo y emocionante relato del atentado de ETA contra Carrero que escribieron, en 1983, Ismael Fuente, Javier García y Joaquín Prieto, a la sazón redactores de El País. Cuarenta años después (hoy, 20 de diciembre de 2013, se cumplen exactamente cuatro decenios del magnicidio), el avispero en que se convirtió España en las postrimerías del franquismo sigue vívidamente atrapado en sus más de 350 páginas. No es preciso decir que en el periodo en que transcurrió la investigación no había teléfonos móviles ni correos electrónicos, por lo que para recabar información, Fuente, García y Prieto no sólo hubieron de leer un sinfín de mamotretos, sino también entrevistarse con una orla de políticos para quienes El País era, como poco, una afrenta. Y en ocasiones, para regresar de vacío, o acaso con un chisme que no había de conducir a ninguna parte.
Uno de esos hilos, no obstante, mereció el indulto por parte de los autores. Se trata del capítulo 6, titulado 'La película del venezolano'.
A mediados de 1971, esto es, dos años antes de que ETA asesinara a Carrero, la policía detuvo a un grupo de quince delincuentes que planeaba secuestrar al almirante. Lo singular de aquellas gentes, que no tenían más vínculos que los puramente amistosos, era que no respondían al perfil de terrorista del Goierri bregado en algún que otro tiroteo ni abrazaban una ideología cortada a cuchillo. Lo que no fue óbice, obviamente, para que la policía los considerara radicales. Eso sí, su compromiso era de otra índole. Concretamente, y tal como apuntan Fuente, García y Prieto, eran "radicales del estilo gauche divine".
Un grupúsculo desorganizado
El grupo no tenía nombre ni siglas al uso y adolecía de una cierta desorganización, por más que al frente del mismo hubiera algo parecido a un líder, al que los autores bautizan en el libro con el nombre supuesto de Ángel. El otro puntal era un guerrillero venezolano que se había instalado en Madrid como estudiante tras haber huido de su país. En aquel entonces, en Venezuela operaba el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), un grupo guerrillero que vivió sus 15 minutos de gloria con el secuestro de Alfredo Di Stefano. Luego de ser descabezado por las fuerzas gubernamentales, algunos de sus miembros huyeron al extranjero. Ése parecía ser el caso de nuestro venezolano, un mestizo de unos treinta años que pasó a desempeñar la función de "responsable militar" del grupo.
La primera tentativa de secuestro del comando gauche divine tuvo como objetivo al embajador de Estados Unidos, Robert Hill. Tras unos días vigilando la embajada, se convencieron de que el lugar era inexpugnable e idearon un plan alternativo, consistente en invitar al embajador a una capea que había de celebrarse en la finca de unos amigos en Toledo, y allí, "entre el alancear de las vaquillas, llevar a cabo el secuestro", según ilustran los autores con indisimulada retranca. Dado que carecían de recursos para ejecutar el plan, acudieron al militante del PCE (m-l) Manuel Blanco Chivite, pero éste desconfió del venezolano desde el primer minuto; tanto es así que, tras un par de encuentros, redactó un informe para el partido en que dictaminó que se hallaban ante un intento de infiltración dela policía.
Cacería en África
Hastiado de la inacción, Ángel, que trabajaba como periodista en un medio de comunicación del Movimiento, emprendió un viaje a África para rodar documentales con un amigo catalán, un cineasta de cierto predicamento entre la intelectualidad progresista de la época, y que en el libro aparece con el nombre supuesto de Jaime. En la denominada Escuela de Barcelona también había un Jaime, Jaime Camino, pero el único director de aquella camada de malditos del que se conoce su pasión por África es Jacinto Esteva.
Genio inconstante, Esteva murió en 1985, arrasado por el alcohol y la melancolía, pero antes de que su propio, intransferible infierno cotidiano, acabara por engullirle, dejó dos valiosos cortometrajes y una película, Lejos de los árboles, que, vista hoy, resulta un vibrante y luminoso alegato contra el cruzcampismo.
Pero estábamos en África, continente al que Esteva viajó una y otra vez para filmar retales de un sueño inabarcable; ora una cacería, ora un atardecer. Según se cuenta en el impresionante documental sobre su figura que realizara Joaquim Jordà, El encargo del cazador, Esteva mató alrededor de un centenar de elefantes. Lo hizo con arreglo a la ley del cazador: orgullosamente.
Es probable, sólo probable, que Esteva fuera el cineasta al que el guerrillero venezolano encargó rodar la capea del embajador, o acaso simular que rodaba la capea del embajador. En cuanto al personaje que ejercía de líder del grupo, el tal Ángel, di por suspendida la búsqueda de su verdadera identidad tras tres intentos infructuosos. Hasta que hace unos días di con un artículo deEsteve Riambau y Casimiro Torreiro sobre el cine africano de Jacinto Esteva donde dichos autores relatan que, a finales de 1970
“un pequeño equipo formado por Jacinto Esteva, Romy y Manel Esteban [viajó a Monzambique] y rodó unas ocho horas de película. La excusa esgrimida públicamente era la de inmortalizar el safari del señor Esteva, pero cuando la policía portuguesa sorprendió a Manel Esteban dirigiendo su objetivo hacia instituciones militares, éste se vio obligado a mostrar su carnet profesional de asalariado de Televisión Española e invocar el nombre de Franco para evitar sospechas sobre sus verdaderas intenciones.”
La expedición a Mozambique, en efecto, albergaba un propósito político: documentar “los signos del imperialismo portugués” y aventar la actividad guerrillera del Frente de Liberación de Mozambique.
La barra de Bocaccio
Rewind: “Hastiado de la inacción, Ángel, que trabajaba como periodista en un medio de comunicación del Movimiento, emprendió un viaje a África para rodar documentales con un amigo catalán, un cineasta de cierto predicamento entre la intelectualidad progresista de la época”.
No cabe descartar la hipótesis, en fin, de que ese grupúsculo fuera, en estado embrionario, el mismo que un año más tarde trató de secuestrar a Carrero. El plan consistía en sacarlo del templo al que acudía a rezar cada mañana, “introducirlo en un coche y trasladarlo a la costa levantina por la carretera de Valencia, muy utilizada por camiones de todo tipo. En Gandía estaría preparado un yate en el que se iba a organizar una fiesta que, asimismo, sería filmada [otra falsa capea] como escena de una película inexistente. El yate partiría después hacia Argelia”.
Fue, insisto, dos años antes de que ETA hiciera volar el Dodge Dart negro en que viajaba Carrero a su paso por la calle Claudio Coello.
Hay algo, no obstante, a lo que llevo dándole vueltas desde hace ya un tiempo, y que no sé exactamente dónde esconder para amortiguar su zumbido. Me refiero a la posibilidad de que esa tentativa, tan inequívocamente glamourosa como lo fueron sus artífices, se tramara en la barra de Bocaccio. Lo que obligaría, indefectiblemente, a mellar la leyenda de modernidad del gran garito barcelonés, y, con precisión de cirujano, incrustar el día en que no fue más que una herriko y a punto estuvo de convertirse en zulo.
En los prolegómenos de la entrevista en TV3 al presidente de la Generalitat, Artur Mas, circuló la noticia de que las preguntas estarían poco menos que amañadas; que el consejero de Presidencia, Francesc Homs, había vetado las cuestiones relativas a la crisis, y más precisamente las que tuvieran que ver con el cierre de algunos servicios de urgencias, la supresión de las pagas dobles a los funcionarios o los impagos a las farmacias. Que estábamos, en suma, a las puertas de un simulacro, de una de esas pantomimas progubernamentales que, como sucede con algunos eclipses, habría de obligar al espectador crítico a ponerse gafas de soldador. Ni que decir tiene que el augurio estaba más que fundado. No sólo porque TV3 ha sido el principal foco instigador del soberanismo; o, por decirlo en vulgo, la principal fábrica de independentistas, tarea, por cierto, para la que fue concebida. También porque el libro de estilo de la casa, escrito con tinta simpática, había estado presidido durante siglos por la frase "Això no toca", ante la que los redactores (tipos como yo, no crean) llegaban incluso a sonreírse admirados. Ay, la campechanía, cuánto daño ha hecho en España.
Sin embargo, y de forma gozosamente inédita, Carles Prats y Lídia Heredia estuvieron en periodistas. Para empezar, Prats no se resistió al retintín cuando, a las primeras de cambio, inquirió a Mas "como persona", dada la dicotomía que gusta de exhibir el presidente, pensador y mártir. Y si bien reprimió la pregunta que, inexorablemente, había de seguir al sentido del voto persona-presidente ("Entonces, ¿piensa usted votar dos veces?"), la que formuló en su lugar no le fue a la zaga: “Luego, ¿es usted independentista? Y si lo es, ¿desde cuándo?”.
Su compañera, Lídia Heredia, no se quedó corta: "¿Quién escribió la pregunta?". Y, tras el henchido e incomprensible "Yo mismo" de Mas: “¿Solo?”. A lo que aquél respondió: “Escribí tres o cuatro preguntas pero me decanté por ésta, que era la más clara”. (Tengo para mí que, con vistas a un estudio psicológico del personaje, habría de ponderarse semejante afirmación, tanto como el hecho de que redactara la pregunta el 6 de diciembre en su despacho de la Generalitat, quién sabe si para hacer de su desprecio a la Constitución la más inspiradora de las musas).
Por lo demás, Prats le preguntó a bocajarro si tenía aliados en Europa, sin que hiciera falta repregunta alguna para saber que no contaba con ninguno, y ante el mohín de Mas, Heredia le recordó que ellos se limitaban a interrogarle por algunos de los asuntos que, según creían, interesaban a la ciudadanía.
Ante mis ojos iban desfilando las preguntas con un cierto reflujo melancólico, pues llevaba 30 años esperándolas. "¿Sacará a los mossos a la calle para que se celebre la consulta?", "Sea realista, president, ¿qué probabilidades hay de que los catalanes voten el 9 de noviembre?", “Recordemos a los telespectadores que Cataluña es la única comunidad autónoma que carece de ley electoral, y eso no depende de Madrid, señor Mas, sino de usted”. Cuántas veces no le habré oído eso mismo a Albert Rivera, que nunca ha obtenido sino el desprecio de su interlocutor, ese que ahora balbuceaba "A ver, a ver si el año que viene la tenemos".
Heredia y Prats demostraron varias cosas; entre otras, que la agresividad que mostraba Mònica Terribas con sus invitados, y por la que tanto fue alabada por la claque progresista, no era periodismo, sino un simulacro de severidad, la exacta representación en el prime time informativo de la tensión sexual no resuelta.
¿Que hubo fisuras? Por supuesto, pero no tantas como las que pregonaron algunos medios. Bien está, por lo tanto, admitir que el presidente Mas fue entrevistado, y no masajeado, en TV3. Porque esto es ya una guerra y la primera condición para ganarla es que la objetividad esté de nuestro lado.
(Coda: "Quién cada 9 de noviembre, como siempre sin tarjeta, te mandaba un ramito de violetas". Cecilia)
Una de las primeras medidas del alcalde Trias fue destituir a Josep Ramoneda como director del
Centre de Cultura Contemporània de Barcelona (CCCB) y poner en su lugar a
Marçal Sintes, un articulista que, a ojos de CiU, presentaba unas formidables
credenciales. No en vano era tan mediocre como el propio Trias, la clase de
individuo, en suma, con quien el alcalde congeniaría si coincidieran en una
cena. A diferencia, claro, del pedante de Ramoneda, al que sólo ahora, cuando
ha empezado a hablar de la inexorabilidad de la ruptura con España, han logrado
entenderle algo. No tanto como a Rubert, pero algo.
Pese a que la sustituciónde Ramoneda por Sintes era un mayúsculo despropósito, ningún informador puso el
grito en el cielo y apenas unos pocos se confesaron perplejos. En esa atonía
influyó, a mi modo de ver, la mansedumbre con que el propio Ramoneda trasegó su
despido. Después de todo, cómo emprender una campaña contra el sectarismo
cuando el propio sectarizado se comportaba como una de esas mujeres maltratadas
que, inquiridas por su señoría, juran que a ellas el marido les pega lo normal.
Con aquella primera medida, el alcalde Trias expuso a las claras que su Barcelona guardaba una
cierta semejanza con las matinales de domingo en el mercado de San Antonio, en
que los críos se entregan de forma maquinal al cambio de cromos de la Liga, y
donde, a menudo, completar el álbum es casi una molestia.
A la patada a Ramoneda siguió la designación de Bibiana Ballbé (la misma periodista, en efecto, que
dio pábulo en su programa Bestiari Il·lustrat al atentado ficticio contra
Sostres y el rey Juan Carlos) como asesora de alto rango del Centro de Arte
Santa Mónica. Su primera iniciativa ha sido montar una fiestuqui non-stop a la
que ha invitado a decenas de artistas. Todos han declinado la invitación. Entiendo
a Bibiana, claro; hubo una época en que, cuando alguna de mis parejas esbozaba
cómo sería nuestro hogar, yo preguntaba: ¿y la barra, eh? ¿Dónde pondríamos la
barra? Bibiana entró al museo con la palabra dinamización haciéndosele una bola
y dijo: "Lo tengo, una fiesta". Ya digo, como yo a mis dieciocho
intentando colar mi barra.
En cualquier caso, tanto Sintes como Ballbé son gloria bendita comparados con Toni Soler y Miquel
Calzada, alias Mikimoto, que ocupan, respectivamente, los puestos de
comisionado barcelonés para los actos de 1714 y comisario para la organización
y el desarrollo de los festejos. Decía José Antonio Montano que a los
soberanistas catalanes, en su diseño de país, les estaba saliendo España. Es
exacto. Poner a Marçal Sintes de director del CCCB es como poner de custodio
del Museo de Arte Contemporáneo a Cayetana Guillén, y que Bibiana Ballbé sea
dinamizadora cultural del Santa Mónica es como si Leticia Sabater hiciera lo
propio en La Fábrica. En cuanto a Soler y Calzada... traten de imaginar a
Faemino y Cansado comisariando, en una improbable zona cero de Arganzuela, unos
restos arquitectónicos que sugirieran que nuestros verdaderos enemigos, ay, no
son sino catalanes.
Convendrán conmigo en que, con estos mimbres, la gran boda india, lejos de parecerme despreciable, ha
acabado pareciéndome enternecedora. Como me sigue pareciendo enternecedor el
rodaje de Woody Allen de Vicky-Cristina-Barcelona, que tuvo bloqueado el centro
de la ciudad durante dos semanas en el verano 2007, y del que resultaría una
película encantadora e infame. No, el verdadero declive de Barcelona no se mide
por eventos como los de la boda india o el rodaje de Woody Allen, sino otra
clase de ostentaciones: las que ejercen a diario y con cargo al erario Sintes,
Soler, Ballbé y Mikimoto.
“… [Este movimiento ha de servir] para convencer a los dirigentes de UPyD, carne de nuestra carne, sangre de nuestra sangre, de que abandonen eso que tanto han criticado en los nacionalistas, y que nosotros criticamos en los nacionalistas: el narcisismo de la diferencia. Y señalo con el dedo índice a mis queridos amigos y dirigentes de UPyD, que son amigos desde hace muchos años, porque sé perfectamente que su visión narcisista de la política, y de este momento de España, no coincide en absoluto con lo que piensan sus bases. Y es muy importante distinguir en esta hora del movimiento, entre lo que piensan los dirigentes de un partido político, y lo que piensan sus militantes y ya no digamos, sus electores. Esta división es una cosa absurda y ridícula y el primer obstáculo que tiene la regeneración española desde nuestro punto de vista.” Con estas palabras, el periodista Arcadi Espada echaba el resto para que UPyD y Ciutadans se fundieran en un solo proyecto. Fue el pasado 23 de noviembre, durante la presentación en Barcelona de Movimiento Ciudadano, la marca preelectoral con la que Albert Rivera pretende implantarse en Europa y el resto de España. Por este orden.
La conminación de Espada fue tan amigable como asimétrica. El inspirador, junto con otros catorce intelectuales, de Ciutadans, no repartió las culpas entre ‘unos y otros’, según los protocolos al uso de proporcionalidad. No, amonestó sólo a unos: a los dirigentes de UPyD. La respuesta de Rosa Díez no se hizo esperar. A los pocos días, en una mesa redonda organizada por El Confidencial, y en la que también participaba Albert Boadella, el dramaturgo recordó a la secretaria general de la formación magenta lo que su amigo Espada le viene diciendo respecto a la probable unidad de destino de UPyD y C’s: “Tienen que follar”. Díez, en un parafraseo un tanto deshilachado, replicó que follarían siempre que se encontraran en la misma habitación y ambos tuvieran ganas. El tono que empleó, no obstante, dio a entender que quien debía tener ganas era, sobre todo, UPyD.
Antes de que Espada pronunciara su discurso en el Palacio de Congresos de la Feria de Barcelona, el diputado de UPyD Carlos Martínez Gorriarán había tildado el Movimiento Ciudadano de “movimiento tertuliano”, en alusión a algunos de los personajes que han brindado su apoyo a Rivera, como Juan Carlos Girauta, Javier Nart o Luis Salvador. Fue a raíz de un artículo de Espada en que éste había calificado el congreso de UPyD de “fallido”, precisamente por dejar inédita la única cuestión que, a su juicio, debía abordar el partido, cual es la fusión con Ciudadanos. “¿Fallido? ¿Por?: no seguimos su plan, disolvernos en su invento de ese movimiento tertuliano”. A menudo, y contrariamente a lo que se cree, el modo enfurecido no suele ser el más claro. Gorriarán, en suma, atribuyó a Espada la paternidad del coro intereconómico y lo acusó de pretender que UPyD se disolviera en él como un azucarillo en el café.
Pero habíamos dejado a Rosa Díez con la palabra en la boca, dándole vueltas a cuáles habían de ser las condiciones idóneas para ‘follar’ con Ciudadanos. En verdad, y más allá de la retórica, no parece haberlas: “Pero lo que se me pregunta es si UPyD ha decidido disolverse”.
‘Disolverse’. El mismo apocalipsis que Gorriarán esgrimió frente a Espada, y del que se deduce que, para los dirigentes de UPyD, el partido es condición necesaria para la quiebra del bipartidismo español; la única garantía, arguyen, de que la tercera vía se atiene a unas coordenadas políticas más o menos sólidas y, sobre todo, estables. En defensa de esa concepción de partido clásico, invocan su reverso, esto es, el socialpopulismo que, a su juicio, define a Ciudadanos. En privado, no obstante, los dirigentes upeidianos no suelen referirse a ‘Ciudadanos’; antes bien, hablan de ‘Rivera’. A su modo de ver, detrás del fitness verbal del presidente de C’s no hay más que vacuidad o, si se quiere, una propuesta tan voluble como reversible, susceptible de sumar adhesiones a priori inconciliables, como la del ex concursante de Gran Hermano Carlos Navarro, El Yoyas; la del ex ministro socialista Antoni Asunción o la del ex portavoz de los controladores aéreos César Cabo. En este sentido, el blanco predilecto de los representantes de UPyD es el presidente del CE Hospitalet, Miguel García, en quien ven un adalid del puntopelotismo patrio o, en la peor de las comparaciones, un remedo inacabado de Jesús Gil y Gil. La propensión de Rivera a ir de la mano de frikis, concluyen en UPyD, no es anecdótica, sino que se enmarca en el mismo desamparo ideológico que le llevó a integrarse en la Libertas del activista irlandés Declan Ganley, que abogaba por la refundación cristiana de Europa y que se distinguió por su feroz oposición al Tratado de Lisboa y sus andanadas de demagogia contra los ‘burócratas de la Comisión Europea’.
Un partido de ida y vuelta
La deriva euroescéptica del partido de Albert Rivera se saldó con un batacazo en las urnas (que se sumaría a los fracasos de las elecciones municipales y generales) y el alejamiento del partido de la mayoría de los intelectuales que lo inspiraron. Uno de ellos, Xavier Pericay, cinceló su “repudio” en Abc: “Sí, Ciutadans, ese partido, ha perdido definitivamente el juicio. Y con alguien así —da igual que sea un hijo político—, no hay nada que hacer.”
Ese hijo político acabaría por admitir sus errores, hacer propósito de enmienda y enderezar su rumbo, lo que se tradujo en el ‘regreso a filas’, con motivo de las autonómicas de 2012, de algunos de los firmantes del primer manifiesto, el que se coció (y nunca mejor dicho) en el restaurante Taxidermista. Por primera vez desde 2008, Arcadi Espada, Francesc de Carreras, Xavier Pericay y Félix Ovejero, esto es, el núcleo duro de la asociación primigenia, salían de nuevo a la palestra. A ellos se unirían intelectuales como Javier Nart o Juan Carlos Girauta, y la ex portavoz del PP Carina Mejías, que concurrió, en calidad de independiente, a unas primarias que terminarían por otorgarle el tercer puesto en las listas de C’s por Barcelona.
La resurrección de C’s cogió con el pie cambiado a Díez, que siempre había creído que aquél era un artefacto transitorio. Admitía su condición de partido precursor en Cataluña, pero estaba persuadida de que su efervescencia inicial era eso, un mero borboteo al que seguiría un inexorable declive. No sólo porque considerase a Rivera un arribista de ideología difusa; su presunción también se nutría del recelo que despiertan en los políticos de corte tradicional, cual es su caso, los partidos desprovistos de bagaje teórico, de idearios grabados a fuego. Si a ello sumamos que sus dirigentes de primera hora carecían de tablas, de la necesaria mala leche para moverse en un mundo, el de la política, infestado de cepos, la debacle parecía cuestión de tiempo.
La mesa cojea
Ese análisis, aunque bien fundamentado en algunos aspectos, terminaría agrietándose por donde dictan los manuales al uso: el menosprecio del adversario. UPyD no tuvo en cuenta que el líder C’s atesora una rara habilidad para improvisar soluciones, para salir vivo de cualquier atolladero. Se trata de un político, en fin, con siete vidas; mitad MacGyver, mitad Adolfo Suárez. Al verse al borde de la catástrofe, Rivera se dijo que si Ciutadans había surgido de la sociedad civil, había que regresar a la sociedad civil para levantar el morro, y ha sido precisamente ese aperturismo, esa apuesta por la transversalidad, lo que hoy sitúa a C’s a las puertas del Parlamento español. Por lo demás, y frente a la opinión de que la expansión a nivel nacional supondría desatender el granero catalán, las encuestas que se han realizado tras la presentación de Movimiento Ciudadano apuntan a que Ciutadans pasaría a tercera fuerza en Cataluña.
Sea como sea, las previsiones agoreras de UPyD han saltado en pedazos, de ahí que en los últimos tiempos, y ante el paso al frente de Ciutadans, sus portavoces se hayan visto interpelados desde diversos frentes. La cerrazón, en este punto, no presenta un solo resquicio, lo que apuntala la querencia ‘leninista’ de UPyD. A la acusación de “movimiento tertuliano” se han sumado distingos como el de la diputada Irene Lozano, para quien la gran diferencia entre Ciutadans y UPyD radica en que, mientras que el primero se gestó exclusivamente en Cataluña, el segundo nació y se desarrolló como partido nacional. Una interpretación que, para los dirigentes de Ciutadans, se da de bruces con el más elemental principio de realidad. En primer lugar, señalan, porque UPyD tuvo su germen en la asociación cívica Basta Ya, entre cuyos miembros más destacados se hallaban, además de Maite Pagaza, Rosa Díez, Fernando Savater y Carlos Martínez Gorriarán, los impulsores de Ciutadans Arcadi Espada, Albert Boadella, Xavier Pericay o Teresa Giménez Barbat. (A esa precisa circunstancia, de hecho, se atiene el bíblico “carne de nuestra carne” con que Arcadi Espada definió a UPyD, y que, hasta la fecha, sólo ha suscitado vahídos entres sus dirigentes.) En segundo lugar, porque el proceso de constitución de UPyD no se aceleró hasta después de que Ciutadans echara a andar, lo que desmentiría la especie de que uno y otro son seres unicelulares (más teniendo en cuenta que la misma Rosa Díez dio mitins en favor de la asociación Ciutadans de Catalunya cuando aún militaba en el PSOE). Y en tercer lugar, porque la asignatura pendiente de UPyD sigue siendo Cataluña, comunidad en que incluso Carmen de Mairena obtiene más sufragios que los magentas. Un partido que se reclama nacional sin Cataluña, apostillan, es como un grupo de comensales indiferente a la cojera de la mesa.
‘Una salida personal’
Sea como sea, la composición de lugar que corre de mano en mano muestra a UPyD como la maciza altanera que desdeña sistemáticamente los ruegos amorosos de Ciutadans. Para UPyD, no obstante, no se trata de un cortejo, sino de una burda escenificación, otra más. Si Albert Rivera quisiera relaciones formales, arguyen, no habría convocado como hizo una rueda de prensa para anunciar que les había enviado una carta y estaba a la espera de respuesta. La política española, dicen, no puede convertirse en el plató de ‘Tu media naranja’; máxime cuando el objetivo último de esa clase de simulacros es venderse ante la opinión pública como el partido que perseveró, sin éxito, en el intento de fusión. En realidad, aseguran, lo que Rivera pretende es adelantarlos por la derecha, y para ello el papel de despechado le viene de perlas. La última salva de esa batería de reproches es el convencimiento de que si el presidente de C’s ha impulsado Movimiento Ciudadano es para buscarse una salida personal, ya que, conforme a lo que él mismo prometió al inicio de su carrera, ésta habría de ser su última legislatura como diputado autonómico; y es fama que, una vez que se ha probado la política, a nadie le apetece volver al andamio.
En cualquier caso, estaríamos ante un despechado de largo aliento, pues ya en 2007, es decir, en el periodo neolítico de ambas formaciones, antes incluso de que UPyD se constituyera, Gorriarán hablaba del fracaso “en toda regla” de Ciutadans. Por lo demás, la sospecha de arribismo pesa sobre Rivera desde la hora cero; exactamente, desde que resultara elegido presidente del partido en el congreso constituyente de Bellaterra. Por entonces, se decía de él que a las primeras de cambio ficharía por el PP o el PSOE, que aceptaría gustoso cualquier oferta proveniente de uno de los partidos mayoritarios. Siete años después, es él quien lanza las ofertas.
La corriente de opinión favorable a la fusión de ambos partidos ha arreciado en los últimos días. Ayer mismo, Pedro J. Ramírez alentaba la formación de una suerte de coalición electoral que hiciera bandera del regeneracionismo.
Quienes también parecen abogar por el enlace son son los adversarios de UPyD y Ciutadans. El 28 de noviembre, un grupo de nacionalistas asaltó la sede de UPyD en Barcelona y agredió al militante que se hallaba a cargo del local.
Tres días después, en la madrugada del domingo 1 de diciembre, la sede de Ciutadans fue atacada con piedras, lo que provocó la rotura de las ventanas que dan a la calle. Es a la luz de los hechos, siempre los hechos, cuando la palabra ‘adversario’ adquiere su verdadero sentido.
Ciertamente, esos siete libros no
son los 32 que lleva inspirados Jordi Pujol, pero aun así parecen
demasiados. Y no porque Mas no los merezca, no, sino porque, como les
decía, ninguno de ellos somete su obra de gobierno al más mínimo
sentido del ridículo; ni su obra de gobierno ni, por descontado, su
delfinato, aquel tiempo en que ya la máscara del personaje traslucía
una poquedad inversamente proporcional a su cursilería. Tal vez haya
quien objete que los 32 de Pujol son harina del mismo costal. Cierto;
tan cierto como que Mas, a diferencia de Pujol, ha malbaratado una
cuantiosa, inagotable bolsa de votos en aras de una deriva cuyo único
efecto real, por el momento, ha sido enfrentar a los catalanes.
Con
todo, el hecho de que no haya una biografía de Mas entreverada con
alguna que otra brizna de periodismo no se debe a una supuesta
mordaza catalana. (Anoche, sin ir más lejos, Juan Carlos Girauta
presentó en La Casa del Libro su argumentario Votaré no; vamos,
creo que nunca se ha escrito tanto y tan bien contra Catalunya). No,
el problema es muy otro, y tiene que ver con el colapso de la
industria cultural española, incapaz ya de costear no ya un
Hiroshima, sino tan siquiera un perfil como el que Gregorio Morán
escribió de Adolfo Suárez en 1979. Le hicieron falta dos amigos, un
millón de pesetas y nueve meses. Pues bien, alguna de esas tres
cosas nos viene cojeando. Y claro, pasa lo que pasa, que el espacio
que ha de ocupar la civilización lo acaba ocupando una señora que
dice que Mas es un pensador. Y eso sin que mueran diez gatitos ni se
apague la Osa Menor.
Hay algo incómodo a fuer de veraz en
la afirmación de que La vida de Adèle es, antes que un romance de
lesbianas, una (gran) historia de amor. No en vano, e históricamente,
el melodrama y la homosexualidad han tendido a repelerse, ya fuera
por prejuicios homófobos o, en los últimos tiempos, en virtud de
una corrección política que ha exaltado el arquetipo en la misma
medida en que ha difuminado al individuo. Sea como sea, ello se ha
traducido en la ausencia en la «cinematografía gay» (ya ven que lo
digo con prevención) de parejas a la manera de Rick e Ilsa, Denys y
Karen o Laszlo y Katharine. Si la película de Abdellatif Kechiche
supone un punto y aparte se debe, en cierto modo, a que imbuye al
espectador del anhelo, tan fiero como placentero, de que el amor de
Adèle y Emma sobreviva a los títulos de crédito. Se trata de la
misma ensoñación que nos lleva a suspirar por que Rick suba al
avión, sin que importe demasiado que sea la quincuagésima vez que
vemos Casablanca.
Así y todo, el día en que fui a ver la película
aprecié cómo, entre algún que otro gimoteo, se abría paso una
cuña burlesca, el típico chasquido con que los críticos
existencialistas suelen levantar acta de un detalle trivial y
crucial, cual pajilleros dando gusto a su perspicacia. Mas la nota de
incredulidad no provenía de ningún Anton Ego, sino de tres mujeres
que se sentaban cuatro o cinco butacas detrás de mí. Más que una
fila, parecían ocupar una bancada, que es el nombre con que,
extrañamente, designamos los escaños cuando los diputados se
convierten en turba.
Ya en casa, confirmé mis sospechas: algunas de
las escenas de La vida de Adèle, particularmente las de sexo
explícito, habían recibido la preceptiva estopa del feminismo
radical, sintagma que empieza a ser una mera antesala del pleonasmo.
Según esta corriente de opinión, la relación entre Adèle y Emma
no era lo suficientemente «lesbiana»; parecía lesbiana, sí, pero
no era más que un remedo del «auténtico lesbianismo». Se trataba,
en fin, de un artificio ideado para alegrar la vista de los hombres
heterosexuales (el cerco se iba cerrando peligrosamente alrededor de
mí y los de mi calaña). Las lesbianas, insistían, no nos amamos
así; esas contorsiones son inverosímiles, impropias de nuestra
tribu. Y, por supuesto, ninguna de nosotras, que se sepa, ha
alcanzado el orgasmo con frotamientos como los que se ven en la
película.
En mi tierna infancia oí hablar del «mito del orgasmo
vaginal» y aun de la imperiosa, cuasi liberadora necesidad de
repudiar la penetración, pues era la prueba de que el capitalismo,
tan proteico en sus formas de perpetuación, se había adueñado de
tu cama. En otras palabras: aquello que tú creías un acto de amor
era en verdad un engranaje de transmisión ideológica, una forma de
apuntalar el sistema, y así hasta el temor alucinado y plausible de
que cada vez que arremetías contra el sexo de tu novia moría un
negrito en Sudán, se extinguía una tribu en el Amazonas o
desaparecía una lengua minoritaria de la vertiente norte de un
atolón del Pacífico. Y claro, así no había forma de follar. Nunca
tuve la menor duda de que, entre los activistas de izquierdas, la
asunción de estos mandamientos eran un mero postureo (¡nunca mejor
dicho!), una suerte de kamasutra espectral por el que todo hombre,
máxime si se preciaba de «nuevo», había de regirse.
No ignoraba,
en fin, que si el catolicismo inventó el petting el comunismo lo
refinó hasta lo indecible, pero qué quieren, ya no creía probable
una inmersión (lingüística, sí, todas lo son) como la del otro
día, en que el sexo (un sexo esplendoroso, furtivo, celestial) era
de nuevo interceptado en una aduana.
Pero yo venía a hablarles de
otra cosa, como ya empieza a ser mi sino. Yo venía a exaltar la
tonificante francesía de la película. No sólo porque sus personajes hablen; también porque leen; y lo hacen,
además, acuciados por una instrucción cívica, personificada en el
delicadísimo mohín con que Adèle, maestra de prescolar, va
embridando los quehaceres de sus alumnos. Porque en esa lectura
trastabillada y luminosa aletea el contento de vivir. Porque, como se
estila en la patria de Cahiers, las amantes se besan al principio y
luego ya todo es cuesta arriba, una crónica apacible del durante y
del después. Y porque el padrastro de Emma suele cocinar amortajando
la impaciencia con un vaso de vino, como es costumbre en mi casa.
El
profesor Santiago Navajas ha escrito una admirable crítica de la
película; hacía días que la esperaba, pues estaba convencido de
que no había mejor escaparate para evidenciar los costurones de La
vida de Adèle que su blog, Cine y Política. El gran borrón de su
artículo, sin embargo, no es que considere que se trata de una
película mediocre, sino este párrafo:
La tesis de que una mayor
apertura intelectual, sea literaria o artística, lleva a una mayor
tolerancia moral en cuanto que se está menos sometidos a los
clichés, por una parte, mientras se amplía el ámbito de las
vivencias imaginarias, por otro, es un buen argumento que el director
envuelve torpemente en un vulgar drama pequeño burgués.
Esa tesis
está soberbiamente desarrollada, porque son precisamente las
dificultades de Adèle (y ello, pese a ser una mujer con
«inquietudes») para congeniar con los amigos intelectuales de su
novia lo que termina por ahogar la relación. La cultura, sugiere la
película, es un dique, ora disfrazado de mirador, ora de rompeolas,
pero dique al fin y al cabo; una pértiga que nos lanza por los aires
y se acaba quebrando en el último minuto para hurtarnos el
porvenir.
A eso venía, sí; cuando menos, esa era la idea que aquella
tarde, en la penumbra de la sala, había empezado a amasar. Hasta que
esas tres gracias se enfundaron el traje de policía. Y no
precisamente para emular a Village People.
La denigración de España es tan
habitual en Cataluña que al menos tres generaciones de catalanes la
perciben como un fenómeno atmosférico, como si, en cierto modo, se
tratara de uno de esos calabobos frente a los que uno no cree
necesario guarecerse. En el caso de los medios de comunicación
catalanes, no obstante, el empapamiento no guarda relación con la
sutileza de la llovizna, sino con su carácter antediluviano. Desde
que tengo uso de razón, España y todo aquello que llevara el lacre
de lo español (un gobernador civil, sí, pero también una soleá o
una cereza del Jerte) han estado imbuidos de un halo de maldad que
les ha hecho acreedores, como poco, de una broma fugaz e inaplazable,
de esas que se zanjan con la mitja rialleta.
Una de las formas más distinguidas de
ese desprecio por España es el afán de redención, actitud que,
como saben, se funda en la presunción de que el redimido es inferior
al redentor, así con las putas como con las países. No, no sólo me
refiero a Cambó, al Maragall de la "Oda a España" o a su
nieto, el de la Oda al 3%. La misericordia catalana para con lo
español alcanza al mismísimo David Fernández (Don Sandalia, sí),
que va alardeando por ahí que él no tiene nada contra las gentes
del resto del Estado, como si el grado evolutivo de esos especímenes
no fuera suficiente para captar la mucha bonhomía que entraña la
demolición del Estado por el que son ciudadanos en lugar de
boletaires.
Pero lo habitual, ya digo, es que esa
superioridad se exprese de una forma más indisimulada y chabacana. Y
que, si la escaramuza rebasa el umbral de lo que una sociedad como la
catalana, fervorosamente enferma, considera tolerable la reprimenda
no vaya más allá de los cinco minutos en la silla de pensar.
¿Recuerdan el programa Bestiari Il·lustrat, en el que aparecía un
individuo que simulaba tirotear al rey de España, a Salvador Sostres
y a Fèlix Millet? Pues bien, esto es lo que dijo el CAC en aquella
ocasión, acaso más impelido por las circunstancias ambientales, eso
que Cruyff, en uno de sus hallazgos, llamó el entorno, que por la
moralidad de sus consejeros:
La violencia que caracteriza el
universo creativo del invitado se refería sólo a las palabras, como
también [sic] las armas eran de atrezzo.
Una disculpa, en efecto. Tras un
benévolo "hombre, hombre…", tan eufónicamente entonado
como lo haría Serrat, la Junta de Censores exhibía los presuntos
atenuantes a que, en todo caso, había de acogerse el catalanismo
ante el obvio linchamiento que estaba sufriendo Domínguez a manos
del españolismo.
Así discurren.
Numerosos opinantes de signo
nacionalista han señalado en más de una ocasión el riesgo que
entraña banalizar el fascismo. No puedo estar más de acuerdo, y así
mismo lo he hecho constar más de una vez. Emparentar Cataluña con
el nazismo es un error, sí. Ocurre, no obstante, que esta misma
semana el coche de Victoria Fuentes, dirigente de C’s en Tarragona,
amaneció embadurnado de mierda. Se trata, por cierto, de la misma
Victoria Fuentes a la que un tipo, tras identificarla como militante
de ese mismo partido, propinó un puñetazo durante unas fiestas de
pueblo, a principios de julio. Y claro, a eso hay que ponerle un
nombre. Y el nombre que más se le aproxima no es otro que nazismo.
Siempre, claro está, que las palabras no sean de atrezzo.
En cualquier caso, esos opinantes saben
perfectamente de qué les hablo, tanto como Artur Mas sabía de qué
le hablaba Maragall cuando le espetó que tenía un problema. No en
vano, y por más que esa estrategia retórica resulte temeraria,
también ellos la utilizan. Así, por ejemplo, el periodista Vicent
Partal, director de Vilaweb, trató de explicar, en sesión continua,por qué el PSC basculaba hacia el fascismo, yermo habitado por el PP
y C’s; achacó la fabricación de pruebas contra la familia Pujol
(¿?) a "la marca del franquismo"; o acusó a los
dirigentes del PP de ser "franquistas sin franquismo". Del
mismo modo que Salvador Cot, director de Nació Digital, emparentó aPP, C’s y Falange dos días antes del 12-O; o convino, con eldibujante Jap, en que la curva de A Grandeira en que descarriló el
tren de Santiago era, en efecto, una curva Marca España. ¿Y qué?,
le faltó decir.
A ellos, por descontado, el CAC no les
levantará la mano.
(Si creen que lo que antecede es pura
demagogia, ya les digo yo que no: la demagogia viene ahora. El
presupuesto de la Junta de Censores para 2014 es de 5,2 millones de
leuros, que diría Carlos Herrera, de los que casi 700.000
corresponden a altos cargos. O lo que es lo mismo: estos seisindividuos se repartirán 700.000 -más 200.000 para colaboradores-.
El segundo de la columna de la izquierda se parece sospechosamente a
Daniel Sirera, pero yo sigo diciéndome que no, que es imposible que
sea él).