El suelo de los autobuses madrileños es una suerte de rayuela en la que están delimitados, a base de pictogramas amarillos, los asientos reservados a viejos, a embarazadas, a gordos… La señalética, tan estridente como zafia, recuerda a aquel Twister de mi infancia, o a los modernos chiquiparks que frecuentaba en Barcelona con mis hijas (¡parques de bolas, les llaman aquí, por lo que no descarto que el asesor lingüístico del Ayuntamiento sea Álex Grijelmo!).
El tramo intermedio está asignado a madres con cochecito de bebé, a mujeronas con carrito de la compra y a minusválidos en silla de ruedas, que disponen de la preceptiva rampa extensible para subir y bajar del vehículo; no dejo de maravillarme ante el bárbaro espectáculo de la civilización, por mucho que algunas de sus expresiones me lleven a pensar en una performance del Reina Sofía dedicada a los veteranos de la guerra civil.
El reducto trasero del coche, destinado a la cohorte normativa, lo pueblan escolares purulentos, latinas incontinentes y oficinistas que ignoran que lo son.El primer día de mis ya cinco años de usuario, me llamó la atención que, además de que a cada grey de vulnerables le correspondiera una confortable celdilla, hubiera agarraderas de punta a cabo de la barra transversal. La explicación es que, por más que a la empresa no se le pueda objetar su vocación inclusiva, los buses son puramente tercermundistas, de acelerones y frenazos que tumban a cualquier joven que se haya aventurado a viajar de pie. Qué digo, tercermundistas; he viajado de Ammán a Áqaba en coche de línea (dejémoslo en coche de línea) con bastantes menos sobresaltos.
A excepción de dos chóferes de la línea que utilizo, y que, por prurito de profesionalidad, tratan de mimar al pasaje; de ese par de cooperantes humanitarios, en fin, que mitigan como buenamente pueden ese remedo de Speed que son los transportes rodados madrileños, hay que estar en guardia, lo cual significa, a no ser que seas un neotullido homologable, adquirir conciencia de cochino en un camión que circule por la A7. Y dejar de leer.
Suban a un autobús barcelonés y sabrán por qué Barcelona, con su decadencia a cuestas y a pesar de los barceloneses, sigue siendo superior en tantos aspectos a Madrid. Cada vez menos, es verdad, pero no crean que tanto: un metro en el que tienes que arrodillarte para saber a qué estación has llegado porque la cristalera del vagón queda por debajo (muy por debajo) del rótulo, no es propio de un hub de súperhubs, sino de una ciudad a la que de vez en cuando hay que bajarle los humos.
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Una y más
El 47, cine de barrio. Murcianos recién llegados a Barcelona que se desenvuelven en catalán a golpe de rústicos tartamudeos, tan representativos de esa hombría inacabada a la que se refería Pujol. ¡Cómo no emocionarse ante su firme voluntad no ya de comer caliente, sino de que Cataluña los tolere! ¡Cómo no aplaudir ese anhelo de ser, antes que ciudadanos, charnegos de ley! Y qué me dicen de Sor Vital, que más que pareja de Manolo es su comisaria de nivel B. Hasta la cara tiene. La construcción nacional era techar chabolas de la puesta al alba, y parece pertinente que el director de la película, Marcel Barrena, nos lo recuerde. Así como que agradezca que sea escritor (¡”agradezca” y “escritor,” un tipo que nació en 1981!) no a la escolarización o a su talento, sino a la trama clientelar de asociaciones que tejieron el PSUC, Convergència y el PSC: esplais, casales, ateneos…
Ciertamente, hay pocos hijos del nacionalismo mejor acabados que Barrena, pues su servidumbre ha llegado tan lejos que, viendo la peliculita, me sobresaltó la duda de si yo, que nací en la Barceloneta en el 69, no hubiera anhelado vivir en esa apacible comuna equipada con cine de verano, quiosco al fresco, delincuencia bajo mínimos, solidaridad a espuertas y profesores particulares… Cómo abjurar, en fin, de la fantasía bastarda que soñó Colau, que es, en el fondo, lo que este aprendiz de Rufián pretende fabular retrospectivamente, atreviéndose incluso a rellenar los huecos con Gegants del Pi, que ara ballen, ara ballen. Tal que los relojes que lucían los vaqueros de Almería, pero con catalana premeditación.
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Otra y más
Marcel Barrena, director de El 47: “Torre Baró ha mejorado mucho, pero siguen como en otra época. No les llega Telepizza ni Amazon, están en la colina, siguen detrás de la montaña. La lucha sigue.”
Carolina Yuste, protagonista de La infiltrada: "Como sociedad, hay algo que no nos podemos permitir; usar el dolor, la herida, de toda una sociedad y de las víctimas, como armas arrojadizas y para sacar rédito en ciertos lugares".
The Objective, 9 de febrero de 2025
Fe de errores: El autor que se declaró "orgullosamente charnego" y celebró su triunfo como guionista de Casa en llamas cual si fuera un éxito colectivo, atribuible a "l'escola pública, els esplais, els casals i les places públiques", no fue Marcel Barrera (1981), sino Eduard Sola (1989).