Cuando en 2009 el blook Aly Herscovitz, cenizas europeas en la vida de Josep Pla, empezó a publicarse en Factual, tardé en prestarle atención. El motivo, paradójicamente, tenía que ver con que yo trabajaba en Factual, y pese a que el director, Arcadi Espada, nos había impuesto la obligación (se trataba de un precepto cuasi estatutario) de leer de punta a cabo nuestro propio periódico, nunca hubo tiempo para nada que no fuera despejar corners. Demoré la lectura de Aly hasta pocos días antes de que Factual echara el cierre y su hemeroteca fuera destruida por orden de su principal accionista del negocio, un decir.
La inmersión en 'Aly', lamento la cursilería, fue una experiencia holística. Esa sensación de estar ante un patrón fundacional. A partir de Aly, me dije parafraseando a Adorno, no se podría escribir de otra manera que no fuera utilizando los recursos que el progreso había puesto a nuestro alcance: hipervínculos, audios, vídeos... Y que Verónica Puertollano, que sin saberlo estaba inaugurando una profesión, la de editora moderna, empleaba con finura, sin que ninguno de ellos pareciera 'incrustado'. Llegué a temer que la historia, el reportaje al que los autores habían liberado del corsé de la narración, digamos, lineal, quedara relegada por el deslumbramiento de ese lenguaje inaugural. Porque la historia era un fractal de oro molido.
En el Berlín de entreguerras, Pla, 26 años, se ennovia con Aly Herscovitz, una scort judía de 18 que cumplía los estándares de lo que hoy etiquetaríamos como 'curvy'. Años después de que acabara la relación (y la Segunda Guerra), Pla, al saber de "la existencia de los hornos crematorios destinados especialmente a los judíos", se interesa por lo que ha sido de su ex y deja constancia del resultado de sus pesquisas en Notes disperses: "El paso del tiempo lo ha confirmado todo. ¡Pobre criatura! Cuanto más incierto es el recuerdo, más dolorosa y trágica es la catástrofe final". "¡Pobre criatura!", dice de su amada, como si hablara de un etíope al que hubiera apadrinado por intermón. Y culmina el estropicio con una frase que podría firmar Suso de Toro: "Cuanto más incierto es el recuerdo, más dolorosa y trágica es la catástrofe final". Aly, en efecto, había sido asesinada en Auschwitz, luego de que las autoridades francesas la arrestaran en París, en julio del 42.
A Espada le venía carcomiendo la paupérrima calidad estilística y moral de esa necrológica, y reunió a cuatro cómplices para seguirle el rastro: Xavier Pericay, Marcel Gascón, Sergio Campos y Eugenia Codina. La conclusión tal vez sea lo menos importante de la obra, pero es obligatorio consignarla e incluso darse el gusto de masticarla: Pla fue un cobarde; ni se encaró con el franquismo ni con el nazismo ni consigo mismo. Begut massa. Pudiendo ser un gran periodista europeo, se quedó en un admirable comentarista local.
Lo que hace de 'Aly' un trabajo mayúsculo es la escrituración de la indagación, la anotación de una labor que rinde noticias insólitas a fuer de nimias, como los viajes de los autores a esas escenografías del Este, puro cemento portland a cincuenta bajo cero. O la sufrida insistencia de Campos en recabar información en la Fundación Josep Pla, el más vívido ejemplo de antifundación del que podemos alardear en España. Veraneo en Calella y la visité con mis hijas el verano pasado. Nos atendió una Charo con ínfulas a la que fui corrigiendo su plática para turistas, primero a base de susurros para Lola y Laura, y luego abiertamente, ya sin remilgos: "Mira, niña, no tienes ni puta idea".
Recapitulemos: cinco europeos levantan un reportaje cuyo sujeto, en verdad, es Europa. Nadie, repito, nadie, ha hecho nada comparable. Ni siquiera Enzensberger, cuyo flatulento ¡Europa, Europa! propendía, precisamente, a neutralizar el europeísmo (aquel patético copy-paste, tan admirativo, de Arzalluz y el juego de las sillas).
He empezado esta reseña hablando de la novedad que supuso, en 2009, la reinvención de la literatura. Lo que jamás habría sospechado es que una obra de la complejidad técnica de 'Aly' pudiera convertirse en un texto convencional. El mérito corresponde a Xavier Pericay, quien, con su habitual maestría, se vale de un narrador omnisciente para conferir apariencia de orden a una conversación a cinco voces que presumo bastante más caótica. La stolperstein en memoria de Aly que Arcadi, Xavier, Eugenia, Sergio y Marcel trataron, en vano, de instalar en París, es, en cierto modo (pero sólo en cierto modo), un níveo baldosín de papel.
The Objective, 16 de junio de 2024