Toda educación sentimental lleva adherida una fatal contraindicación, cual es la obligatoriedad de no encararse nuevamente con aquellos lugares que seguimos teniendo, sin duda exageradamente, por una fuente inagotable de gozo. Félix Grande lo dijo mejor: «Donde fuiste feliz alguna vez / no debieras volver jamás: el tiempo / habrá hecho sus destrozos, levantando / su muro fronterizo / contra el que la ilusión chocará estupefacta». Con todo, algunas de las piezas que conservo recortadas y encuadernadas y a las que, desafiando el mandato del poeta, regreso de manera recurrente, me siguen pareciendo deslumbrantes. Sirva esta piedra preciosa de La ciudad que fue, de Federico Jiménez Losantos, y en la que refulge el estremecimiento que en él es habitual cuando apresa una época, para evocar el fervor al que me refiero: «Cada día calienta más el sol de aquella mañana». He recitado una alineación y puedo rememorar, sin necesidad de consultar la hemeroteca, decenas de obras, si bien en ello influye ese trastorno, hipertimesia lo llaman, que me lleva a recordar hasta el más ínfimo detalle de lances antiquísimos. Induráin pierde la máscara, Donde Lázaro, Incertidumbre de un profesor de bachillerato, Los tiburones que mi madre me enseñó, Nace una leyenda gitana, Cristo salió del bar Kiki, Sampaio es el síntoma, El Madrid es un avión, Los crímenes de la calle Mandri…
Me resisto, en suma, a tirar al niño con el agua sucia, a impugnar a la brava al que fuera el gran periódico de referencia en España, por mucho que haga lustros que me enerve. Lustros, digo bien. Quienes asimilan la deriva sectaria y liberticida de El País a la hegemonía del sanchismo pasan por alto casos como el de la censura al crítico Ignacio Echevarría a propósito de la novela de Bernardo Atxaga, el Fernando Savater es miembro de Basta Ya, el chantaje del malo de los Vidal-Folch a Espada («aquí tendrás futuro si dejas el blog y Cs»), la criminalización sistemática del PP, acompañada de la prescripción de marginarlo («El PP se queda solo…»), el intento de sepultar a Cs, en 2006, bajo la etiqueta de ultraderechista. Aquí siempre se ha jugado. Por cierto, ni uno solo de los que hoy se caen del guindo con estrépito, de quienes abjuran de este El País (a la manera de ese izquierdismo que lleva una vida estigmatizando no a la derecha, sino a esta derecha) se rebelaron contra esas prácticas. Y, por decirlo todo, el vedetismo de la cancelación empieza a resultarme estomagante.
Tanto como las decenas de artículos que se han dedicado los últimos días a un diario cuya gran diferencia respecto a lo que fue es que en lugar de influir en el Gobierno se somete a él. No es la única: el antiguo BOE (como lo llamaban, ay, las derechas) es hoy una hoja parroquial infestada de mamarrachos con ínfulas, monologuistas interseccionales y comisarias del 37, donde aquello de «la mejor literatura se escribe en los periódicos», aquí yace. De ahí que, cada vez que desde otras tribunas, nos afanamos en señalar a gentecilla como Idafe Martín o Íñigo Domínguez, no estamos sino perpetuando la falacia, más romanticona que romántica, de que El País sigue siendo la medida de todas las cosas.
The Objective, 11 de febrero de 2024