Anoche en Barcelona actuaban los Stones, y en las horas que
precedieron al concierto los seguidores del grupo se hicieron notar por
las Ramblas y aledaños: camiseta reglamentaria, chupa vaquera y mil años
en cada patilla. No es que la ciudad no esté acostumbrada a esta clase
de desembarcos, pues de hecho forman parte de su naturaleza misma, y ahí
están el Primavera, el Sónar, el Cruïlla… o las decenas de artistas
internacionales que recalan en el Olímpico o en el Sant Jordi. Y sin
embargo, ayer, al ver a esos vejetas con cuatro pelos en guerrilla
llegados de Madrid, Valencia, San Sebastián… me pareció percibir eso que
da en llamarse un soplo de aire fresco. Años y años de esteladas en los
balcones, de desfiles coreanos, de (jocosa) propagación de la xenofobia
han terminado por anestesiar las zonas erógenas de la ciudad, esa
fragua de eventualidades en que incluso el más vidrioso anonimato
deviene principesco.
Qué es la ciudad sino su gente, escribió
Shakespeare. El posesivo, tan en boga desde que las huestes de Colau se
lanzaron a hostigar al turista, se me antoja hoy repugnante. En
cualquier caso, y siguiendo el aserto del dramaturgo, ninguna ciudad
donde las autoridades animen a los escolares a marchar contra la
democracia puede ostentar la divisa de ‘ciudad más hermosa del mundo’. A
lo más que puede aspirar es a codearse con el Seaheaven de Truman, esto
es, a competir en la categoría de los simulacros.
Cuenta la
leyenda que el 11 de junio de 1976, Federico Jiménez Losantos apuraba la
noche en el Café de la Ópera cuando entraron dos extranjeros algo
estrambóticos. Eran Mick Jagger y Keith Richards, que venían de tocar en
La Monumental (900 pesetas de la época) y buscaban avituallamiento.
Cuarenta años después, y en espera del test de esfuerzo que le aguarda a
la democracia española el domingo, la novedad, las noticias que no
hablan de grallers, timbalers ni castellers sino de rockandroll,
muestran de nuevo su rostro más indómito y esperanzador, como lo fueron
los sucios trenes que huían hacia el norte. Contra el Under my thumb,
no hay cacerola que valga.
The Objective, 28 de septiembre de 2017
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